jueves, 19 de noviembre de 2015

El Altar: Capítulo I



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Sus pasos dejaban profundas pisadas en la capa de nieve que cubría la carretera al salir del camping.
Exhalaba vapor por la boca mientras se cogía el abrigo para ajustar bien el cuello a su piel.
Nuria no se dirigía a ningún lugar en concreto en aquella fría noche de invierno, sino que víctima de una melancólica tristeza vagaba esperando sin esperar alguna señal.
Su interior la anhelaba de modo inconsciente, mientras ella seguía su avance por la acera nevada de la carretera que comunicaba La Guingueta con los pueblos más cercanos, que escalaban los pirineos ofreciendo a los visitantes encantadores lugares donde hospedarse, descansar y saborear una buena comida.

Nuria esa noche había comido en el restaurante del camping donde ahora todos descansaban, en una pequeña caravana de perfectos acabados de cálida madera en su interior.
Ella había pedido unos espaguetis a la boloñesa sin demasiada hambre, y había tratado de mostrar buena cara mientras su hermana pequeña devoraba pedazos de jamón y queso rebozados con carne y, mientras su madre saboreaba una ensalada, su padre saciaba su estómago con un entrecot al punto que sangraba por todas los lados.
El color blanquecino de la sangre aguada que escupía la hizo cambiar de opinión con respecto a poner buena cara, y pidiendo permiso, decidió esperar fuera mientras fumaba un cigarrillo a que todos acabasen para ir a dormir.
Ya en la caravana, había dicho que iba un momento al baño, pero se había abrigado bien y decidió sobre la marcha emprender el paseo en el que se encontraba inmiscuida.

El croar de unos sapos la sobresaltó a la altura del puente del pequeño, muy pequeño pueblecito.
Había visto a esos bichos con anterioridad.
Algunos eran grandes como sus dos manos juntas.
Encogiendo los hombros, se dejó llevar y emprendió el camino hacia el puente, donde había un bonito mirador ubicado previamente a la bifurcación donde dos caminos se separaban conduciéndote al interior de la montaña que presidía todo aquello.

No sabía muy bien qué hacía allí, exhalando vapor, algo encogida y asiéndose con fuerza la chaqueta, con la mirada puesta en un río tranquilo que descendía desde las altas montañas del norte hacia el interior del territorio que consideraba su hogar.
De modo que se puso a recordar, días de aquella estancia, días pasados de otras aventuras en esas tierras, y días que quizá nunca tendrían lugar.
Las risas de su hermana mientras ella y su madre la empujaban cuesta abajo por las nevadas praderas del camping.
Trineos sobre caminos de hielo que hacían que el fuerte viento al descender te helase las facciones.
Amigos y algún que otro lío con la gente lugareña o visitantes a alguno de los dos campings del lugar, o al pequeño hotel que no por ello perdía encanto dado que era uno de los lugares más acogedores y cálidos del lugar.
Alguna vez habían cenado allí, con amigos de sus padres.
Y más hacia el norte, en los pueblos vecinos...

De pronto el silencio a su alrededor se hizo pesado.
Nuria se encontró a si misma emergiendo de sus pensamientos mirando a las estrellas, pero su cabeza estaba gacha.
¿Cómo podía ser?
Claro, tonta, pensó. Se reflejaban en la plácida superficie del río.
Pero ya nada era lo mismo.
De los fríos recuerdos donde difícilmente se logra dar con el latido de lo pasado, se encontró no solo pensando en su perro fallecido el año pasado, sino con más personas.
Personas de su familia a las que echaba mucho de menos, y que de pronto sentía a su lado, como si unos brazos invisibles acariciasen su espalda.
El silencio dejó de ser pesado cuando su entorno se llenó de magia.
Primero una farola a lo lejos.
Luego otra. Y otra.
Así hasta apagarse todas en un sorprendente efecto dominó.
No se extrañó.
Sonreía al verse completamente rodeada en la oscuridad por estrellas bajo y sobre ella, amparada por esa sensación de cobijo que tan solo obtenemos del calor de la vida y la comprensión de un acompañante en el viaje continuo que representa la existencia.

Aunque de pronto, algo le arrebató cuanto era suyo.
Primero las estrellas dejaron de ser algo más que meros puntos brillantes que la rodeaban.
Después el peso de la más absoluta soledad cayó sobre Nuria, que desesperada se giró para no ver más que una alta y fina sombra acercándose a gran velocidad.
Tras eso solo sintió una cosa.
La gélida garra que atravesó la carne de su cuello precediendo a unas fauces que con su lenta e hipnótica aproximación no provocaron más que su súbito desmayo.
El silencio ahogó el intento de grito de la única chica que había estado en el puente, y mientras su cuerpo era arrastrado dejando un surco rojizo en la nieve, el croar de los sapos fue todo cuanto pudo escucharse, invitando a los que allí dormían a proseguir con su viaje onírico.


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