jueves, 24 de septiembre de 2015

La tienda de vírgenes: Capítulo II



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Robert Forrester daba vueltas y más vueltas a un comedor en el que nada ocurría.
Los gritos provenían de la habitación de Emily y Paul, donde al unísono declaraban a la oscura noche su malestar onírico.
La pequeña aún no se había alterado, al menos de un modo sonoro.
Del piso de enfrente nada había cambiado, salvo que paulatinamente se había ido iluminando de una tétrica luz blanca que revelaba su interior abandonado y desordenado.
La figura de la virgen parecía llorar como la mayor de las de la tienda, salvo que las caricias del pulgar de Robert sólo revelaban que aparentemente se trataba de una alucinación.

De repente la neblina fue manando del suelo del piso de enfrente.
En cuestión de pocos minutos había cubierto el espacio que había entre su ventana abierta y la del lugar donde se encontraba.
Comenzó a tomar extrañas formas, al mismo tiempo que Emily y Paul gritaban ya con todas sus fuerzas. Pronto despertarían, bien por ellos mismos bien por su hija, que ya comenzaba a gemir.
Robert disponía de poco tiempo.
Primero, pesadillas.
Luego, alucinaciones en torno a la figura de una virgen.
Finalmente, delirios entre una niebla que parecía tan real como el tacto del sofá que Robert acariciaba mientras contemplaba atónito la forma que ésta había decidido elegir definitivamente.

Era la figura de Matthew, su amigo de infancia poseído por un Gärgólum.
Empotraba sus manos en la ventana golpeando para poder entrar.
Robert abría sus ojos de par en par cuando una mano en su hombro le produjo un gran sobresalto.
Al mirar de donde provenía, vio a Emily con su hija en brazos, tratando de apagar su llanto en plena madrugada.
Robert tartamudeó un poco y, finalmente, señaló una ventana que únicamente ya era eso, una ventana que daba a una noche sin luna.
No había ni rastro de la luz que iluminaba el piso de enfrente, ni del llanto de la virgen que lo miraba solemne desde su altar, ni por supuesto de la neblina que había adoptado la única forma que podía sacar de su concentración constante a Robert Forrester.

– ¿Y bien, ha descubierto algo? – Emily miraba a Robert con los ojos inyectados en sangre. Para ella tampoco se había tratado de una noche agradable.
Robert repasó los acontecimientos y súbitamente algo le empujó en una clara dirección.
– Debemos ir a la tienda lo antes posible.
– ¿A la tienda de vírgenes? Por supuesto, ningún problema. – Emily mecía el cuerpo de su hija mientras veía como Robert se ponía su sombrero y, tocando la parte frontal, se despedía de ella mientras los gritos de desesperación de Paul aún llenaban la estancia.

A primera hora de la mañana la luz de un intenso sol bañaba las calles del pueblo que Robert llevaba años peinando en busca de lo que se había convertido en su gran enemigo desde lo ocurrido en el pasado con Matthew.
Al entrar en la estrecha calle donde la tienda de vírgenes ya debería haber abierto sus puertas, Robert se sorprendió un poco de que Emily ya se encontrase frente a ella con su hija en brazos.
Se saludaron y Robert, percatándose del serio rostro que la mujer presentaba, decidió no demorar ni un segundo lo que tenía en mente.
Al entrar en la tienda empujando la puerta, unas campanas advirtieron de su presencia a un hombre de mediana edad que los recibió con una amplia sonrisa.
– ¿Que desean? – En su rostro había algo de pícaro, quizá por su entrecerrada mirada oscura mezclada con una piel blanca casi como la nieve. Vestía pantalón negro con zapatos de igual color, mientras una camisa blanca y negra de manga corta lo cubría excepto por sus brazos y su cuello.
Robert repasó el interior de la tienda, antes de contestar.
El plan estaba funcionando, puesto que el dependiente se veía obligado a responder a todas las inquisiciones de Robert, en lo que en realidad se trataba de algo preparado meramente para distraerlo.
Robert supo que el dependiente era el propietario del negocio, y que no le iba nada mal ahora que sus figuras se habían labrado una excelente reputación en el barrio.
– Muchas desgracias acontecen en estos días oscuros... – El dependiente se interrumpió al escuchar una simple nana que Emily, abstraída de todo cuanto ocurría, tarareaba a su pequeña.
Fue solo un instante lo que tardó en recuperar su porte elegante y continuar su discurso, pero fue más que suficiente para un Robert al que se le había acelerado el corazón.

Años atrás la traumática experiencia de su amigo le había forjado un destino claro.
Ahora se reencontraba ante un ser que ante el canto de una simple nana reaccionaba emitiendo un tono rojizo de nacía del interior de su piel.
Gärgólum, pensó, mientras proseguía su conversación tratando de no despertar sospecha alguna y poder así salir de la tienda sin levantar sospecha alguna.


Continuará...

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lunes, 21 de septiembre de 2015

La habitación solitaria en el castillo de Luz



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Hubo una vez un reino en el que dos personas caminaban libres de toda carga.
Un príncipe y su princesa ensalzaban su amor a diario sorprendiendo a todo el pueblo que continuaba con sus vidas casi cegado por un nuevo sol que irradiaba felicidad allí donde tocase.
Así fue como decidieron entre todos construir un inmenso castillo donde albergar lo más importante con lo que se habían topado: El amor entre dos jóvenes que, puro y sin límites, habría de ser el centro de las actividades del reino de Luz.

Luz prosperó mientras se edificaba el castillo.
El señor y la señora caminaron por sus largos pasillos noche y día hasta que estuvo hecho.
Se trataba de algo tan inconmensurable como aquello que los unía.

Pero la felicidad no duró lo que tenían previsto.
Dos inviernos pudieron ver antes de que una sombra hiciese del cielo algo oscuro. Primero frío y vacío de esperanza. Luego de negros nubarrones que escupían rayos. Finalmente amenazador.
De ahí surgió el dragón.
Emergió de entre esas nubes una noche en la que toda Luz se encontraba en pleno festejo de la prosperidad de la pareja real y el reino.

Arrasó con todo a lo largo del doble de inviernos que los que habían conocido la felicidad.
Durante cuatro inviernos, la sólida roca de un castillo para el cual no se había contemplado defensa alguna, conoció el fuego a partir de las constantes embestidas de un inmenso dragón que, con suma crueldad, arrasaba los cuidados interiores del castillo en los que el príncipe y la princesa tanta dedicación y cuidado habían puesto.

Quedó apenas una fría estructura de piedra en pie.
De todo el castillo, de todo el amor, una vez más, desnuda y lastimada, quedé yo.
Me llamo Mya y soy el corazón del príncipe.
Todos se fueron menos yo.
Llevo dos inviernos llorando lo que aconteció al final de la época del dragón. El príncipe puso fin a su vida, todos los vimos, sí, pero éste no se desplomó, sino que huyó.
Huyó a tierras lejanas fuera del reino, donde negras montañas quedaron custodiadas por su existencia prohibiendo la salida y entrada de éste.

Dicen que el príncipe enfermó indefectiblemente tras la aparición del dragón, y que incluso tras su expulsión quedó marcado por aquello, olvidando todo cuanto un día caracterizó Luz.
La esquiva luz de Stela”, texto sagrado, quedó en eso, en un texto incuestionable de días que ya nunca habrían de regresar.
Yo lloro todas las noches en la habitación del príncipe y la princesa aguardando su llegada.
Pero nunca pasan de las típicas celebraciones en el interior del castillo.
Ya no pasean en dirección a la habitación de su amor donde tantas obras surgieron del pueblo en su honor.
A veces les oigo venir, muy cerca, pero discutiendo como desconocidos incapaces de mirarse a los ojos y comprender.
Me duele sin medida, y mientras el tercer invierno tras la expulsión del dragón se cumple, el cielo nunca ha dejado pasar el sol.
Ese sol imposible que una vez cegó durante más de dos inviernos al reino de Luz, ha desaparecido mientras mi príncipe trata una y otra vez, sin descanso, de recordarlo invocándole.
Creo, sin embargo, que está solo en su cometido.
En el pueblo se rumorea que aquello en verdad nunca existió, y que todo nacía de la mente enferma de un desquiciado que acabó por invocar al dragón.

La piedra de mi habitación es fría y está teñida de la oscuridad que dejaron las llamaradas del dragón a su paso.
Vivo aquí por voluntad propia, pero hoy he hecho una excepción.
He salido y he ascendido por el castillo en ruinas para ver en perspectiva el reino de Luz.
Negros nubarrones cubren el cielo.
El frío se cuela adentrándose en todos sus rincones.
Y siento en la lejanía, en las montañas de la frontera, el silencioso aullido de una bestia dormida a la que supuestamente se le dio muerte.
No se si quiero que despierte y regrese para quemar a todo este maldito reino que tan poca memoria ha demostrado tener, o ansío que el príncipe regrese con la princesa a su habitación para reactivar la ilusión y, con ella, la reconstrucción.
Mis pensamientos son confusos.

Aprieto los dientes mientras algo me serena por dentro.
Los sentimientos siguen siendo los mismos.
Pero se acerca el tercer invierno desde la expulsión del dragón.
Es tanto tiempo...

En la impresionante longitud de uno de los pasillos del castillo del reino de Luz, Mya camina cabizbaja adentrándose en su habitación. Cierra la puerta y tararea algo, luego se pone a llorar y se acurruca en el suelo.
Lejos, un dragón dormido abre un poco uno de sus ojos de color fuego.
Ambos sufren y se comprenden, mientras el príncipe que los creó bebe sin descanso con la mente puesta en una reconstrucción que tan solo parece acontecer cuando la princesa visita cordialmente lo que una vez fue su hogar.
Visitas fugaces y vacías de sentimiento.
Algo que no impide que Luz luzca oscura.
Algo que no impide que el frío continúe instalándose... Mientras el tercer invierno se acerca implacable torturando a Mya e interrumpiendo el sueño del dragón.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

La tienda de vírgenes: Capítulo I



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Emily despertó súbitamente de madrugada.
Su pequeña niña lloraba de modo histérico.
Se levantó sin dilación no sin dejar de mirar de reojo al piso abandonado que veía desde su balcón mientras mecía con algo de nerviosismo a su hija entre sus brazos.
Paul gemía en la cama, sin parar de moverse.
Desde que se mudaron a ese piso, las noches habían sido una auténtica tortura. Y lo seguían siendo.

En su sueño Emily se encontraba medio despierta en la cama, siendo su pasillo mucho más largo y tenebrosamente iluminado de lo que en realidad era.
Se había despertado súbitamente porqué recorriéndolo lentamente, al fondo de éste, un hombre de rostro borroso había aparecido para acercarse a ella de un modo terrorífico.
Ambos habían detenido su paso al cruzarse, y el aire que exhaló la aparición en el oído de Emily la hizo despertar bruscamente.

En su mente solo quedaba el recuerdo de un piso inmenso y tramposo, como cada madrugada al despertar. Las pesadillas apenas le permitían dormir unos pocos minutos seguidos, en los que encontrándose dentro de la trampa del piso onírico, trataba desesperadamente de regresar a una realidad de la que su marido, Paul, también estaba siendo privado.

Pero fueron los gritos de la niña en plena noche lo que más convenció a Emily de pedir ayuda a un profesional.
Un tal Robert Forrester, lugareño de la zona, figuraba en la guía como un experto ocultista a muy buen precio.
Emily miraba fijamente a la ventana del piso abandonado que tenía enfrente mientras asía con fuerza el teléfono en su mano diestra.
Parecía como si de allí surgiese una especie de neblina en ocasiones, que distorsionaba la oscuridad que albergaba la vivienda apenas un palmo dentro de su macabra estancia.

El timbre sonó a la semana de sufrir Emily y su familia aquellas terribles pesadillas.
Cuando vio a Robert, Emily se sorprendió de lo joven de su aspecto, aunque sus ojos no mentían.
A buen seguro aquel hombre había estado expuesto a situaciones límite como la suya en multitud de ocasiones, otorgándole la mirada de aquel que sabe con qué trata.
– Buenos días, señora. – Robert se quitó el sombrero haciendo una pequeña reverencia.
Al dar sus primeros pasos en la casa, Robert pensó en lo tedioso de dedicarse a algo en lo que creía con la simple intención de echar abajo su leyenda. Los fantasmas nunca habían sido para él algo a tener en cuenta seriamente.
Cuando entró en el comedor, en cuya ventana ya pudo ver la pavorosa imagen del tétrico piso del cual le había hablado su clienta, Emily, no se detuvo en exceso a contemplar la estampa.
En lugar de eso echó un amplio vistazo al interior de la vivienda en la que se encontraba, hasta detener su mirada en un altar improvisado con algunas velas en el que la figura de una virgen se erguía de las pequeñas llamas llorando mientras abrazaba a su retoño.
Cuando Emily se percató de lo fija que mantenía Robert su mirada en la figura, le comentó su origen.
– Se trata de una virgen que adquirimos en una tienda de esta misma calle, señor Forrester. Pensamos que antes de entrar aquí haríamos bien en hacernos con una de estas figuras que tanta calma inspira.
– ¿Podría pasar aquí la noche, en el comedor? – La pregunta de Robert pilló por sorpresa a Emily, que abrió la boca para justo después verse interrumpida por el sonido de la cerradura abriéndose. Paul había llegado de su jornada matinal.

Cuando Emily y Paul hubieron hablado lo suficiente, comunicaron a Robert que no habría ningún problema en que pasase la noche junto a ellos, con la esperanza de que éste diese con alguna clave en relación al piso de enfrente, al que achacaban sus malas noches.
Robert les dijo que regresaría a su casa a por unas cosas, y que regresaría antes del anochecer para ponerse en faena. De reojo miraba la figura de la virgen, que le causaba la sensación de sentir los latidos de su corazón fuerte en su sien.
Cuando se despidió y pisó la calle sintió un gran alivio, que solo duró apenas unos segundos.
Descendiendo calle abajo se cruzó con la tienda a la que debió hacer referencia Emily, en la que en un cargado escaparate se agolpaban cantidad de figuras, mientras que en otro más pequeño un altar con grandes velas ostentaba a la de mayor envergadura y detalle.
A Robert le pareció mientras caminaba que de sus ojos manaba un hilo de sangre.


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viernes, 4 de septiembre de 2015

De rodillas



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Un montón de documentos.
Ahora ya son simples documentos.
Tiempo atrás eran planes de vida, un montón de proyectos de mayor o menor duración repletos de relevancia y vitales para uno mismo como el oxígeno.
Porqué estabas conectado a la “vida”.
Formación, trabajo, una “vida” perfecta junto a la persona perfecta.

Y, en la hoguera, ardiendo los troncos del fracaso.
Un buen montón de ellos, todos cargados de la leña de las excusas y las justificaciones.
Durante unos breves momentos en tu vida viste el sentido real que parece quedar oculto en un segundo plano, aprendiste a base de gran dolor a consumir los momentos como tesoros, pero sin casi quererlo te encontrabas al segundo siguiente ante la montaña de planes que, de nuevo, acumulabas ante ti.

Lo perdiste todo. Una, dos y varias veces más.
Pero te aferrabas al futuro.
A un incierto paraje cargado de niebla perdido en algún lugar de un inalcanzable horizonte.
Las pocas garantías se cumplieron y tu navío se ve detenido en el mar de tus lágrimas acumuladas.
Y lo cierto es que apenas te sientes descargado.
Miras al cielo nublado y sabes que un claro se abre en lo alto, aunque no puedas verlo.
Siempre has estado equivocado.
Incluso cuando valorabas los momentos pecabas de necio al guardar en la recámara una oportunidad de efectuar un contraataque contra la “vida”.
Y ahí es donde salta el problema.
La Vida no es la vida que estabas viviendo.
Ya no te consuela pertenecer a un mundo plagado de ciegos que deambulan inconscientes de que, perdidos en su pila de documentos de planes diversos o consumiéndose lentamente sobre el carbón que enciende toda hoguera del fracaso, no hacen más que desperdiciar algo valioso.

Porqué tiene que serlo.
Alzas la cabeza al cielo al tiempo que una simple lágrima, la más sencilla de todas, fluye de tu mirada.
Es la lágrima más cargada de amargura y desesperación. La más sincera. La que tiene dibujada en la inmensidad de su interior el rostro de la verdadera persona amada. No la perfecta sino la adecuada.
Es la lágrima que refleja en su superficie los rostros de la familia querida.
Es la lágrima de la que, estirando, todo un pasado de graves errores sale a la luz del justo juicio provocando que te arrodilles y solloces desconsolado esperando que alguien especial toque tu hombro para, cuanto menos, perdonarte.

También ansías la salvación. Pero, ¿Cómo en en ese océano en el que te has metido la tempestad va a permitirte alcanzar el verdadero amanecer?
En la inmensidad del universo te ves como una luz perdida que solo busca su familia de desaparecidos arco iris, para perderse en una gama de colores infinita en la cual poder deshacerse y derretirse de consuelo al verte comprendido en lo más hondo de tu ser, pero la oscuridad te rodea y te pierdes, una y otra vez, en “vida”.

El tiempo que se consume te advierte de que debes detenerte, permanecer arrodillado, suplicando por el perdón mientras entregas lo que pueda quedarte de bueno a tus seres queridos.
Aunque la tormenta se lleve tu embarcación.
Aunque sus frías y oscuras aguas te absorban recordándote ese universo al que tanto miras consumido por el temor.
Ese alguien vendrá a por ti, piensas, mientas poco a poco, de rodillas, empiezas a sentir algo de alivio en tu interior.

Porque sientes el amor que habrás de profesar a tus seres queridos.
Incluso una mente enferma, si abre los ojos, puede ver la realidad. Puede sentir la Vida.
Ese es tu salvavidas.
Una humilde colchoneta en la que quizá, si la gran tormenta se apiada de ti, sirva para surcar el pequeño camino que nos corresponde en este infinito océano que nos rodea.

Los documentos de todos tus planes, cuando comprendes dónde estás, se convierten en papel mojado que se hunde sin importancia en la inmensidad de las profundas aguas.
De su interior surgen gotas que lanzan una llovizna a la hoguera del fracaso, dejándote libre de carga, listo para mirar al cielo nublado y seguir llorando, para, finalmente, arrodillarte de nuevo ante tu Dios.

La colchoneta navega lentamente, chapoteando de modo tímido cuando de pronto, parece salir el sol.