jueves, 27 de agosto de 2015

Un robot diferente



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Reinaba una importante crisis existencial en toda la ciudad de Mecánica.
Expulsados los seres humanos para preservar la prosperidad de los robots más inteligentes jamás concebidos, las calles se llenaban día a día y noche a noche de un continuo tráfico en los raíles de movimiento con los que habían logrado controlar hasta el último aspecto de la seguridad en el tráfico de ciudadanos.

Los robots tenían habilitada la capacidad para soñar, pues de ahí emergía toda una lluvia constante de ideas para mejorar aún más si cabía su inteligencia desarrollo.
Hasta que un día llegó a la base de datos principal algo, un sueño que se emitía desde la zona norte, que rápidamente fue catalogado como el virus de la extinción.
Algunos robots habían planteado en ocasiones la voluntad en su campo onírico de alejarse de la rutina que suponían los raíles, para adentrarse en un campo relativo a la aventura nunca visto antes.
Pero no eran más que fugaces paseos que velozmente regresaban a lo que se consideraba el comportamiento normal.

Cuando recibieron el sueño de V350-t, ya era demasiado tarde. Éste se había deshecho de su mecanismo de desactivación al salir de su domicilio, y con creciente velocidad se había plantado en el centro de Mecánica hasta salir de los raíles de la seguridad para adentrarse en la zona vieja de la ciudad, donde deshechos de otras épocas generaban auténticas montañas de residuos que V350-t sorteaba sabedor de a donde quería ir.

Había soñado con una época pasada, aquella en que los humanos teñían la realidad con preciosa imperfección y tumultuosa variedad. El pequeño robot usaba la realidad virtual de su sistema para verse rodeado de todo aquel flujo de personas paseando, algo de lo que Mecánica había carecido desde que su sede central tomó el mando con su inteligencia artificial hasta que la expulsión de los humanos aconteció.

Equipos de seguridad localizaron su posición cuando ya había descendido media avenida.
Tan solo veían a V350-t desplazarse velozmente entre los escombros, que dado el mayor tamaño de sus perseguidores, suponía una clara ventaja para el pequeño robot que los desconcertaba con pequeñas paradas para observar lo que ellos solo podían definir como la basura de Mecánica.

El pequeño robot aceleró súbitamente.
Ya cerca de su posición, un bello mar de intenso azul le apremió a avanzar.
Y vaya si lo hizo.
Al poco tiempo se encontraba encaramado al final de un puerto, bañado por la luz del sol y besado por la brisa marina.
Cuando los cuerpos de seguridad lograron alcanzarle, V350-t se había desactivado a sí mismo.
Lo giraron sobre su eje para comprobar como su visor estaba empapado de combustible.
Había estado llorando, despertando la palabra sentimiento en un mensaje que mandó antes de desaparecer a todas las unidades de Mecánica.

La orden de la sede central fue la imposición de duros castigos para quien obedeciese al pequeño robot que había logrado llorar.
“Venid al puerto y que nuestras lágrimas devuelvan el esplendor a este lugar”, rezaba su mensaje.
Y así fue como los robots de toda Mecánica se lanzaron a una épica marcha en las que unos ayudaban a otros a quitarse los mecanismos de desactivación no sin sentir una ingente cantidad de dolor a cada pequeño tirón o ínfimo corte.
Pero valió la pena.
De los que lograron llegar para ver como el mar lamía la desierta costa de Mecánica, ya pocos quisieron regresar a los raíles.

Con el tiempo, un barco divisó en el horizonte la señal conjunta de todos los que habían acudido a llorar junto a V350-t, y se acercaron a Mecánica suponiendo el primer grupo de humanos que pisaba la ciudad en mucho tiempo.
No sabían que estaba ocurriendo con los robots, pues todos regaban combustible de sus visores, mientras en susurros pronunciaban la palabra “regresad”.



lunes, 24 de agosto de 2015

Conociendo blogs (por Libros de ensueño)

Libros de ensueño

Silvia, de libros de ensueño, nos sorprende con esta iniciativa en la que, simplemente rellenando un formulario, nuestro blog puede ser sujeto de una de sus reseñas.

Os animo a participar.

En este enlace está el formulario, y si queréis leer alguna de sus reseñas, siguiendo este otro enlace encontrareis todas y cada una de ellas.

jueves, 20 de agosto de 2015

Recuerdos en la profundidad



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El muchacho cavaba y cavaba.
Tras toda una juventud acumulando secretos y momentos preciados, su objetivo no era otro que el de ponerlos a salvo de la salvaje especie humana, tan destructiva y malévola por naturaleza.

No era el único en perforar el suelo de la campiña bajo un agradable sol de primavera.
Miraba a otros enterrar sus secretos con ilusa superficialidad.
Como perritos escarbaban un poco el suelo arenoso y, satisfechos con la profundidad conseguida, partían sonrientes a seguir viviendo sus vidas. A seguir acumulando tesoros.

Sin embargo la vida de Michael había dado para una cantidad ingente de experiencias.
Era su deber encontrar el escondite perfecto para tan precioso cúmulo de circunstancias.
De modo que siguió cavando hasta incluso no notar la luz del día. No por la conclusión de éste, sino más bien porque tras un numeroso montón de jornadas había cavado tanto que ya se podía decir que había logrado crear una cueva en plena campiña.

Ahora tocaba el túnel. Un túnel que habría de conducirle, pasado el tiempo, al mejor escondite que jamás se pudo concebir.
Mientras, los otros jóvenes de su misma edad simplemente continuaban con sus vidas, dándose cuenta de que no merecía la pena perder el tiempo en proteger el pasado de uno, sino que más bien lo que importaba era proseguir con la acumulación de experiencias, en cuyo proceso se encontraba la vida de uno mismo.

Pero Michael ya se encontraba ajeno a aquellas enseñanzas, y hacía oídos sordos a cuantos trataban de advertirle de su error.
Cuando el pasado quedó ya muy lejano, en lo hondo del túnel que se adentraba hacia las profundidades de la Tierra, un ser cornudo de larga cola terminada en flecha emergió de las profundidades fundiendo la arena con su aura en llamas.
Michael se lo quedó mirando, sudoroso y cansado.
– ¿Quieres que te ayude, muchacho? – Michael asió con más fuerza el paquete que llevaba en su brazo derecho. No dudo en preguntar.
– ¿Eres un demonio? – Los ojos del ser de roja piel se llenaron de llamas por un momento. Una débil risa precedió a que continuase con su oferta, que de buen principio ya había tentado a Michael.
El demonio le dijo que hacía bien en proteger con tanto ahínco su pasado, y que si se lo entregaba a él, lo llevaría a un lugar tan lejano y profundo que por toda la eternidad quedaría a salvo de los demás.

Michael estaba muy contento.
Ahora simplemente debía decidir a qué profundidad lo enterraría, pues el demonio le había dicho que a cambio de su ayuda Michael debería dar una porción de su memoria en función de lo hondo que su pasado quedase enterrado.

Al día siguiente Michael no recordaba nada de su pasado, tan solo que estaba a buen recaudo con el ser que se había encontrado en lo hondo del túnel.
Los demás chicos y chicas le invitaron a salir a divertirse, pues hacía largo tiempo que Michael no salía, ni lo pasaba bien, ni en general, vivía su vida.
Pero éste se negó de malas maneras, y muy preocupado fue al túnel tratando de no ser visto.
Reabrió la cueva y se adentró en las profundidades del túnel, esperando toparse con el demonio.
Pero el túnel era ya mucho más largo, antojándosele prácticamente infinito tras unas horas.
Desesperado, se tiró al suelo y comenzó a sollozar.
La voz del demonio lo interrumpió.
- Apenas te queda memoria. – Michael alzó la vista hacia la criatura, que llevaba el paquete con sus recuerdos encima. – Entrégamela en su totalidad y te dejaré, por última vez, recordar.
Michael y el demonio quedaron en silencio largo tiempo.
De pronto Michael tuvo un recuerdo muy intenso del rostro de su madre, que tantas historias le contaba de pequeño.
Recordó las historias de demonios, en las que esas criaturas siempre se salían con la suya a poco caso que les hicieses.
Imaginó a sus amigos pasándolo bien en aquel bello atardecer que tanto tiempo hacía que no disfrutaba.

Cuando el sol ya se había retirado y tan solo quedaba un poco de su luz iluminando el ocaso, Michael salió de la cueva en la que desembocaba el túnel sin paquete alguno.
Todo el pueblo se encontraba cerca, mirándole con asombro.
Y es que cuando el demonio se vio derrotado, cuando Michael aprendió por fin a vivir, el grito infernal que había recorrido el túnel saliendo con toda su fuerza a la campiña había alertado a prácticamente toda la población de la zona.
La madre de Michael le miraba con lágrimas en los ojos.
Lágrimas que pasaron a ser de felicidad cuando Michael fue con ella y sus amigos a repartir unas sonrisas y unos abrazos que desde que se hizo con un pico y una pala no había podido mostrar.



domingo, 16 de agosto de 2015

La loca de la luz



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Las noches acongojaban no solo a los más jóvenes.
Los adultos corrían al ponerse el sol hacia sus respectivos hogares, pues la oscuridad de la noche era tal que se comía incluso la luz artificial o la del fuego.
Como una inmensa sombra recorría las calles de todos los poblados asiendo en su abrazo a propios y extraños, alimentándose de un miedo que no habría de conocer fin.

Tales eran los terrores nocturnos que los habitantes de aquel lugar pasaban los días con actitud hosca, malhumorados y con gran egoísmo.
Un día una mujer de mediana edad afirmó haber tenido una revelación, y comenzó a dedicar su vida a los demás.
Puesto que apenas necesitaba comer ni descansar, por temporadas incluso la recluían en centros especiales para gente problemática para tratar de averiguar qué le ocurría.
Sin embargo, siempre que salía, volvía a su constante labor de ayudar a los más desfavorecidos.

Todo el mundo carece de lo más importante en este mundo, solía decir.
A no mucho tardar perdió su casa y regaló sus posesiones, afirmando no necesitarlas.
De buen grado aceptaba en contadas ocasiones algún mendrugo de pan que los vagabundos de la calle compartían con ella.
Ellos fueron el primer colectivo que comprendió la magnitud de lo que estaba ocurriendo.
Llegó un punto en que la noche era mucho más aterradora para aquellos que quedaban en sus casas encerrados que para las personas sin techo, reunidos alrededor de improvisadas hogueras. Éstas veían su luz tragada por la sombra, pero percibían esperanza en aquellos fríos lugares con la sola presencia de aquella misteriosa mujer.

Con el transcurrir de los años ya se la conocía como la loca de la luz, puesto que sin tapujos afirmaba que quedaba ya muy poco para que aquellas negras noches conociesen un final.
Ayudaba a los desamparados que quedaban atrapados en la noche sin poder atisbar a donde dirigirse, cayendo en desesperados gritos y gemidos de ayuda.
Su voz era sedante, y muchos de los que la insultaban riéndose de ella de día, por la noche respiraban tranquilos sabiendo que al menos alguien les ayudaría si caían en la oscuridad.

Llegado un avanzado momento de su vida, la muerte le habló.
– No vengo a por ti, vieja. – Ni su voz de ultratumba ni sus ropajes asustaban a la ya por entonces anciana, que con una sonrisa invitó a continuar a aquel ser. – Te traigo un mensaje de los Dioses. –
La muerte le dijo que podía pedir lo que quisiera para su siguiente vida, incluso entrar en la eterna tierra de la luz dado que se lo había ganado con creces.

No necesitó pensárselo mucho.
Le dijo a la muerte que ya conocía su destino, que se le había revelado mucho antes y no iba a dudar en cumplirlo.
– ¿Estás segura? – Ante el asentimiento de la mujer la muerte se fue camuflándose en la negra noche que, como siempre, inundaba todo el territorio conocido.
La oscuridad había desatado la pérfida y pavorosa imaginación de los lugareños, que ya se comportaban como enfrentados entre sí dadas las cientos de miles de historias de desconfianza y desasosiego que habían ido inventando con el paso de los tiempos.

Pero el curso de los acontecimientos estaba a punto de cambiar.
Al morir la anciana, plácidamente exhalando su último suspiro sentada en una oscura esquina, la muerte regresó y, quitándose la capa reveló unas inmensas alas negras.
Nadie podía ver el cuerpo de la mujer elevándose hasta que estuvo a gran distancia y solo distinguieron un brillo cegador.
Se alejó más y más, como graduando su intensidad, hasta que quedó fija en el firmamento la primera estrella que aquel lugar veía.
Iluminaba cálidamente la noche, espantando leyendas y demonios.

Mientras todo el mundo investigaba tamaño milagro, los vagabundos se reunían cada noche para recordar a la anciana que ya los iluminó incluso antes de reencarnarse.
Juntos miraban al cielo nocturno, y agradecidos susurraban el nombre de la loca de luz.



El niño sordo



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Todos los niños, al comienzo, volaban.
Desplegaban sus alas blancas y surcaban los cielos de lo real y lo irreal, de lo posible y lo imposible, con la facilidad pasmosa que otorga la imaginación.
Sin embargo, paulatinamente, desplazaban su mirada a un suelo que a no mucho tardar habría de recibirles.
La entrevista los mandaba a pisar ese suelo y allí se quedaban, dejando caer sus alas y caminando para crecer por siempre jamás.

Joel, no obstante, no miró nunca hacia abajo.
Tan solo ponía en práctica sus dotes de vuelo, que cada vez se antojaba más y más alto, surcando no solo los cielos donde todos los demás niños volaban, sino inventando otros solo para él. Cielos de múltiples colores, claros y oscuros, con o sin nubes, todos ellos extensos como la profundidad de la vida misma.

Hasta que un día una panda de niños lo cogió, distraído en sus asuntos como solía estar, y le obligó a mirar a tierra firme.
Joel quiso entonces haber nacido ciego, pero la dantesca imagen que se grabó en su retina, tan real y exenta de imaginación, iba a quedar en su mente por siempre jamás.
No era solo el hecho de la entrevista, sentía pena también por todos sus semejantes, que caían en aquel lugar sin retorno de un modo continuo e inevitable.

Cuando Joel fue llamado por la nube negra, pensó que quizá no había podido nacer ciego para evitar lo que le había ocurrido, pero sí podía hacer otra cosa.
Entregando a su imaginación toda su confianza pero usando como escudo su visión del suelo terrestre, se fue adentrando en la nube hasta que se encontró frente a frente con un punto que desprendía pequeños rayos en todas direcciones.
Era el entrevistador.
– Joel, ¿En qué consiste la vida?
Respondió como un autómata, cerrando los ojos un poco como víctima del aburrimiento.
– La vida consiste en trabajar y montar una familia.
– ¿Ya sabes quien son los reyes magos?
Joel asintió, visiblemente entristecido. La voz del entrevistador inspiró profundamente.
– Ya veo. Puedes bajar junto a tus compañeros.

Así fue como Joel pisó tierra firme por primera vez, dejando escapar una lágrima de dolor cuando sintió como sus alas se desprendían de su espalda, cayendo al suelo emitiendo un sonido seco.
Paso un tiempo comportándose como debía, hasta que un día desplegó unas alas multicolor como los cielos que solía dibujar con su imaginación y los surcó de nuevo junto a los por entonces niños.

El entrevistador le preguntó.
– ¿Qué haces jugando de nuevo? Tienes mucho que aprender aún.
Joel respondió que hacía lo que quería hacer para vivir, que aquello no era un juego.
Pasaron los años y las alas de Joel fueron tiñéndose de rojo. La sangre se le escapaba de las heridas de una espalda demasiado grande para ser sostenida por aquellas alas de niño, hasta que éstas comenzaron a desprendérsele.
Finalmente el entrevistador habló por última vez.
– Abandona los cielos de la inocencia, Joel, o tu mente quedará herida de tal manera que no podrás ni caminar en tierra firme.

Joel cayó.
Con sus alas destrozadas, se dio cuenta de que cada vez le había costado más mantener el vuelo, y de un tirón se las arrancó.
Con el paso de los años se recuperó y aprendió a vivir caminando.
Su primer hijo nació con unas alas impresionantes.
Trató de dejarlo volar, disfrutando de todos y cada uno de esos preciosos instantes.
Finalmente, cuando su hijo pisó tierra a una temprana edad y siguió siendo feliz, comprendió que hacerse el sordo solo le había servido para sufrir sin medida por querer vivir donde no le tocaba.

Comprendió que por mucho que uno se haga el ciego o el sordo, la realidad no puede ser ignorada. Ésta se acaba imponiendo tarde o temprano, aunque te permita jugar a volar por los cielos de tu imaginación siempre y cuando tengas la responsabilidad de avanzar por tierra firme a tu ritmo, pero sin pausa.



sábado, 15 de agosto de 2015

Gris fuego



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Maisy correteaba por entre los árboles mientras su amiga Leila sorteaba las copas de los mismos.

Maisy era una niña de apenas diez años, de pelo lila y ojos naranjas como el fuego.
Tenía la habilidad de crear fuego con su mirada cuando así lo desease.
Leila en cambio era un pájaro de color azul como el cielo en el que volaba.

Habían nacido al mismo tiempo, dando la casualidad que cuando el padre de Maisy entraba en casa con Leila para dar una alegría a su por entonces embarazada esposa, ésta ya se encontraba dando a luz.

La bestia en el bosque, que así la llamaba la niña, la había tentado en una ocasión con otorgarle el poder del vuelo a cambio del del fuego.
Pero Maisy recibía constantemente un riego de información y sensaciones de su amiga Leila, que le detallaba como era aquello de volar.
De modo que la niña no aceptó.

La bestia, no conforme con ello, indagó en los puntos débiles de los humanos hasta que tejió un maléfico plan, con el que podría al fin controlar el poder del fuego y así quemar a todos sus enemigos.
Comprendió que éstos se dividían en dos grandes grupos.
Los que perseguían el placer de la experiencia, para finalmente sentir la falta del tiempo a la hora de conocerse mejor e idear un plan de vida, conformaban el primer grupo.
Aquellos que, sin embargo, trataban de controlar su destino tejiendo planes desde la calma eran el segundo.

Así pues la bestia vio crecer a la niña, que se convirtió en una adolescente repleta de deseos para dar paso a una mujer más cauta.
Al cumplir Maisy los veinticinco años, la bestia estuvo segura de que su interior ya formaría parte de uno de los dos grandes grupos, para los que tenía sendas ofertas irrechazables.

– Hola de nuevo, Maisy. – Le dijo. – Te veo apenada.
Maisy llevaba en sus manos el cuerpo sin vida de su amiga Leila. Se limitó a dirigir una fugaz mirada a la enorme bestia, para disponerse a seguir con su paso.
– Aún puedes volar... Tan solo dame el poder del fuego y honrarás a Leila surcando sus cielos. – Los ojos rojos de la bestia de negro pelaje brillaban en la creciente oscuridad de aquel atardecer.
Una lágrima cayó de los ojos naranjas de la mujer quemando su piel hasta caer de su pómulo al suelo que no dejaba de mirar.
Fue entonces cuando la bestia lanzó su segunda tentativa.
– Quémame. Hazme arder y desata tu ira con cuanto conoces. Entonces podrás edificarte una realidad que no se destruya con la crueldad del mero azar.
Los segundos pasaron y Maisy, por toda reacción visible, clavó una firme pero serena mirada en los ojos de una bestia muy sorprendida.

– Volar por siempre jamás sería una experiencia majestuosa y cualquiera aceptaría, de no ser por el uso que le darías al fuego, siendo responsabilidad mía la destrucción de todo cuanto amo.
Tras sus palabras, una breve pausa bastó para que continuase con tono decidido.
– Desatar mi ira contigo, con todo cuanto odio, para una vez acabado el proceso construirme un mundo hecho a mi medida solo conduciría a mi incapacidad para enfrentarme a lo desconocido.

La bestia aulló cuando Maisy ya se encontraba lejos, enterrando a su amiga Leila.
Se había equivocado.
Entre el blanco y el negro que había contemplado, resultó existir un tercer grupo de personas entre las cuales Maisy se encontraba.
Ese grupo no intentaba acumular experiencias sin ton ni son o meramente tratar de controlar el paso del tiempo con entereza, sino que volaba a través de ambos grupos surcando lo mejor de cada uno de ellos.

Mientras, fracasado, se escondía en su guarida, recordó la mirada que Maisy le había clavado.
Mezclada con los cientos de miles de tonos grisáceos que esas personas podían adoptar, daba por resultado un color que ya nunca más olvidaría.

Maisy no necesitaba volar.
Maisy no necesitaba quemar.
Maisy ya volaba en vida, quemando únicamente las heridas para que cicatrizasen bien, luciendo por bandera una mirada que ya para siempre iría asociada a ella y sus semejantes.
Una mirada gris fuego.




jueves, 13 de agosto de 2015

Detén el tiempo



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Que difícil es detener el tiempo cuando el reloj de la vida avanza más y más en su carrera hacia ese desconocido instante donde ya no estaremos.
En nuestras cabezas muchas cosas se dicen y otras tantas no. De las que se dicen prácticamente todas van sujetas a un estado de ánimo o a un cúmulo de las circunstancias que nos rodean eventualmente. De las que quedan en el tintero... El tiempo avanza y avanza, y en ocasiones las engulle mientras que en otras las deja salir ya transformadas, sin esa pureza que otorga el corazón a los sentimientos cuando éstos nacen llenos de luz.

Podría decirse que uno no se encuentra en su mejor momento desde hace ya años, en una especie de carrera hacia ninguna parte donde lo único que realmente cambia son las agujas de un repetitivo reloj ansioso de devorar más días, meses y años.
Un tiempo en el que queda engullido aquello que realmente quieres decir, dejando escapar nada más que la engrasada negatividad de un macabro engranaje.
El engranaje que ha de permitir alcanzar ciertos objetivos, siempre lejanos y siempre diferentes, gotea la negatividad resultante de no conseguirlos, de no encontrarse en el lugar ni el momento adecuados como para dejar ver ni que sea un atisbo de lo que una vez brilló con luz original.

¿Cómo uno no va a amar a su propia familia?
Una madre a la que en cada ocasión te gustaría tratar con el suave respeto que se merece para así ayudarla a afrontar un laborioso día a día en el que quedase patente que valoras todos y cada uno de los segundos de esfuerzo mental y físico que ha empleado para verte caminar.
Un padre que navega entre sus rarezas pero siempre mantiene la constante de mirarte a los ojos como si ninguna de tus putrefactas heridas estuviese ahí, mientras por otro lado hace lo posible por que se sean sanadas.
Una hermana que pelea en su juventud para dentro de sus posibilidades hacer llegar algo de luz a donde sabe que normalmente solo hay egoístas sombras.
Así pues, una familia que, unida, quiere hacerte caminar sano por el sendero de la luz.
¿Cómo uno no va a amar a su propia familia?
Es imposible, pero otra cosa muy diferente es cómo detener el tiempo.

Cómo encontrar ese instante para respirar y ver las cosas en perspectiva, lejos de los vanos conflictos que cuando el viento de la muerte sople desaparecerán como polvo en una ventisca.
Cuando de nosotros solo queden las cenizas, será entonces cuando haber sabido detener el tiempo para disfrutar de una tarde en la playa, de una comida juntos o simplemente de dejar fluir la luz de un sentimiento cobrará importancia real.

A veces en la persecución de estos momentos nos cegamos, sin embargo.
Pues los sentimientos simplemente están. No se pueden ni usar, ni tergiversar ni manipular.
¿Cómo uno no va a echar de menos a su mujer?
Una adorable persona que llena noches de pesadillas de un nuevo aroma que te conduce a despertar feliz.
Una compañera en vida que llena de aplomo cuando tus fuerzas flaquean.
La otra mitad de un corazón que por el camino ha sido destruido, que ha destrozado a su vez cegado por la ambición de una enfermiza escalada, y que hace que tu interior brille de nuevo con la ilusión de viejos días.
Ilusión por vivir, esperanza por construir.
Responsabilidad por el buen hacer.
¿Cómo uno no va a amar a su mujer?

Negar el amor es imposible. No con actos.
A no ser que no encontremos esa fracción de segundo, ese fugaz instante, en el que detener el reloj de la vida nos de la capacidad de expresarnos como solo la perspectiva de lo que en verdad importa nos deja hacer.

sábado, 8 de agosto de 2015

Una tormenta de cuatro estaciones: Capítulo V



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Al abrir los ojos Matthew se encontró contemplando unos preciosos pies que pisaban una verde y fina hierba. La temperatura era muy agradable.
– ¿Estás bien? – La voz provenía de justo encima suyo. Se alzó y contempló como una chica aparentemente de su edad, de bello rostro, le miraba sonriente. La voz era inconfundible.
– ¿Dónde están tus alas? – Inquirió Matthew.
– Ya no las podré tener al crecer tanto, pero no me importa. Ahora estaré junto a ti.
La chica era muy simpática. Matthew se vio sorprendido cuando, con un movimiento ágil, ésta le quitó la ropa de invierno argumentando que ya no la necesitaría.
La primavera sería su estación.
El joven lo comprobó nada más echar un vistazo a su alrededor. Un luminoso verde decoraba todo donde pusiese la vista.
Le parecía que había pasado una eternidad desde que partió de casa de su abuelo en busca del hada que ahora se personificaba como una agradable joven.
Mientras ella lo invitaba a jugar por los claros del bosque, Matthew sintió pena por Robert. Le había dejado atrás, y eso era algo que él nunca haría.

No obstante, pasaban las jornadas y el otrora hada jugaba y jugaba con Matthew.
Éste siempre la miraba a los ojos, mostrando muchas veces su ingenua felicidad.
De ese modo nunca se percataba de que el color violeta que lucía en el contorno de su ombligo aterrizaba en el naranja fuego que ardía en sus extremidades.
– ¡Mira lo que la luz nos da! – Su risa parecía sincera y jovial. – ¡Mira para cuánto ha servido tu sacrificio! – Matthew reía junto a ella, asintiendo.
Se cogían de las manos y daban vueltas y vueltas, corriendo en todas direcciones, como hipnotizados por una música inaudible que lo inundaba todo de una especie de magia.
Hasta que, al lado de un arroyo, todo pareció detenerse cuando, accidentalmente, las hojas que tapaban los senos de la joven cayeron, revelando dos pequeños y firmes pechos que ella no tuvo ninguna vergüenza de seguir enseñando.
– Me gustas mucho, Mattew... – Ella pronunciaba esas palabras casi en un susurro, pero solo obtenía por reacción en Matthew que éste se alejase con tímidos pasos hacia atrás.
– ¿Yo no te gusto? – Ponía cara de pena mientras su mirada permanecía clavada en la de Matthew, como estudiando sus pensamientos.
De pronto él pensó en Robert, de un modo tan claro que la joven se puso a llorar.
– ¿Qué ocurre? Me gustas mucho como persona... Podemos ser amigos... – La joven apartó de un manotazo la mano que Matthew pretendía apoyar en su hombro y salió corriendo.
Matthew quedó estupefacto, y cuando quiso ir a por ella, fue Robert el que apareció de entre los matorrales.
– ¡Matthew, por fin te encuentro!
– ¡Robert, te he estado esperando todo este tiempo! – Robert sonreía de un modo que Matthew nunca había visto. Tan cálido, tan cercano...
Para su sorpresa, ocurriendo todo muy rápido, Robert le besó introduciendo su húmeda lengua en su boca entreabierta, cogiendo su trasero con fuerza y cayendo ambos sobre el suelo.
Matthew quería preguntarle acerca del tono violeta de su estómago, pero se encontraba víctima de un éxtasis que solo hacia que multiplicar su deseo más y más.

Apenas se percató de que la lluvia torrencial caía sobre ellos y que los relámpagos y los truenos hacían las veces de banda sonora cuando Robert hincó las rodillas y los brazos en el suelo, dándole la espalda.
A cada relámpago Matthew penetraba a Robert, sin fijarse que el rostro de éste tenía los ojos en blanco, y gemidos de ultratumba que quedaban camuflados por los truenos sonaban una y otra vez.
Cuando el verano llegó de nuevo, el verdadero Robert apartó las ramas al sur del claro donde se encontraba Matthew y se echó las manos a la cabeza.
Matthew practicaba sexo con una bestia.
Quiso detenerlo gritando con todas sus fuerzas, pero un relámpago cayó entre ellos cuando Matthew gimió de absoluto placer y ambos cayeron al suelo.
Robert se levantó de inmediato. No había ni rastro de la bestia.
Se acercó cauto a su amigo.
– Matthew, te he estado buscando todo el día...
– Maricón de mierda querrás decir. – Robert se puso en guardia en ese momento, en el fondo de la mirada de Matthew un naranja fuego aún resplandecía.
– Comenzó la tormenta y temí lo peor al saber que habías salido...
– ¿Te refieres a la tormenta de las cuatro estaciones? – Robert quedó sin palabras. – Una mera trampa de caza, mortal. Ahora, ya tengo un cuerpo.
Robert dio un paso atrás y, con dedo tembloroso, apuntó a lo que fuese que tenía delante.
– ¿Quién eres y qué has hecho con Matthew?
Los pasos de aquel engendro, junto a su continua carcajada, dejaron petrificado a un Robert que no supo qué hacer.

No supo durante un buen tiempo qué decir, ni a quién contárselo.
De modo que finalmente decidió aprender por su cuenta.
Uno de los primeros libros con los que se hizo le costó una fortuna, y en su contraportada varios cientos de nombres se superponían para dar la forma de un tipo de bestia demoníaca.
Gärgólum, era uno de ellos.


FIN DE LA SEGUNDA PARTE DE CRÓNICAS DE GÄRGÓLUMS

Para leer la tercera parte clicka aquí

Para leer el capítulo anterior clicka aquí

Una tormenta de cuatro estaciones: Capítulo IV



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La familia del joven Matthew era muy creyente.
Le habían educado según la palabra de Dios, aunque él había hecho unas cuantas correcciones en cuanto al mensaje y a la manera de dirigirse a la luz, como el prefería llamar a una supuesta divinidad.
Robert también pensaba en esa dirección, salvo que por su edad y experiencia era un tanto más ateo que Matthew en cuanto a las cuestiones de la fe.
Quizá por eso, desesperado, Matthew se encontraba sumido en ese interminable atardecer de otoño, tras lo que se la había antojado una larguísima jornada que había ocupado días enteros.
Su hada le había ido indicando el camino, unas veces para dar con agua fresca y potable, otras para hallar lugares de reposo a salvo de los diferentes peligros del bosque.

Pero ninguna de sus plegarias surtieron efecto cuando el cielo comenzó a oscurecerse fruto de unas feas nubes que llegaban arremolinándose desde todas partes.
Su estado de ánimo estaba por los suelos tras haber recordado durante su largo paseo por el paisaje otoñal todas y cada una de las penas de su corta vida.
Había recordado sobre todo la muerte de su madre en un trágico accidente de coche en el quedó en coma dos largos años antes de morir.
También había pensado mucho en Robert.
Pero ya no era momento de perderse en ese tipo de pensamientos, pues los truenos volvían a resonar fuertes causando una sensación de vacío en el estómago de Matthew que provocaba que casi se orinase encima.
Las tormentas siempre le habían dado mucho miedo, y ésta en especial no tenía parangón.
– La luz está en ti, Matthew... – La agradable voz del hada le llegó una vez más, justo cuando un chaparrón, casi un diluvio, mayor que el anterior cayó sobre el atemorizado Matthew.
Quiso gritar el nombre de su amigo, pero cuando se disponía a hacerlo, el hada le interrumpió.
– ¿Ves esa espesura de ahí enfrente? Ahí encontrarás cobijo de nuevo. – Matthew fue corriendo al punto indicado y, en efecto, otro refugio en un gran árbol le estaba esperando.
No se hacía ninguna pregunta, tan solo reaccionaba por impulsos, de modo que mientras los relámpagos y los truenos anunciaban que la tormenta había llegado para quedarse, él ya se encontraba acurrucado en lo que hacía las veces de pequeño sofá cayendo de nuevo en un profundo sueño tras la larga temporada caminando y pensando entre la mayor tristeza que había conocido.

Lo despertó la sensación de estar temblando de arriba a abajo. Y el sonido de una puerta abriéndose y cerrándose, golpeando una y otra vez produciendo un seco sonido que no le permitía dormir más.
La lluvia había remitido, la tormenta... Abrió los ojos y vio atónito como el interior del árbol se encontraba lleno de nieve.
Al salir al exterior se abrazó a si mismo, hacía tanto frío que iba a poder dar un paso más si no encontraba algo de abrigo. ¿Y cómo en ese punto del interior del bosque iba a encontrar algo?
Un puño en la garganta provocó en Matthew que sus ojos se humedeciesen, cuando entonces el hada habló.
– Mira lo que nuestro Señor nos ha obsequiado. – Al mirar a sus pies, Matthew comprobó como unos ropajes de abrigo se encontraban medio enterrados en la nieve. Los sacó de ahí, sacudiéndolos un poco unos contra los otros para sacar la nieve acumulada, y dentro de la casa en el árbol se vistió.
Salió con la convicción de que las hadas sirven a la luz, y que esa referencia a su Señor no era más que la prueba de que todo iba a salir bien, pues el hada le había dicho a Matthew que había luz en él.
Durante jornadas enteras, iluminado por un sol blanco entre los esqueletos de madera de unos árboles que una vez fueron verdes y frondosos, Matthew caminó a la deriva siempre con la voz del hada espoleándole a lo que habría de acontecer.
– La luz está en ti... Queda poco mi amor... Recuerda que me encontrarás en primavera... – Una y otra vez no paraba de repetir el hada esas palabras, hasta que Matthew se desesperó y no entendió porqué ya nunca había noches, porqué Robert no había salido en su busca, porqué una criatura de luz como era el hada le hacía pasar por todo aquello.
Finalmente, exhausto, Matthew se desmayó.
Poco a poco, muy lentamente, el blanco paisaje nevado fue tornándose borroso, y lo gélido de su desolación fue dando paso a un plano donde no había color, tan solo una sombra cerca de él, en cuyo núcleo parecía querer asomar un violeta que finalizaba en algo parecido al naranja.
El resto, blanco puro, acogió su cuerpo cuando éste cayó sobre la nieve, impactando su rostro contra ella dejándole inconsciente.

En ese instante el cielo volvió a oscurecerse, y mientras las primeras gotas derretían la estación invernal empapando los ropajes de Matthew, no muy lejos de la segunda casa en el árbol donde el joven había dormido, docenas de animales se retorcían de dolor arrastrándose medio despellejados.
Eran las pieles con las que Matthew se había protegido del frío.
Gracias a su Señor, según el hada había dicho.


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Una tormenta de cuatro estaciones: Capítulo III



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El verano era una estación donde las flores lucían a rebosar por los diferentes puntos del gran bosque que había tras las casas de los abuelos de Matthew y Robert.
Así lo estaba comprobando Matthew esa mañana que se había escapado para tratar de dar con el claro donde se topo con aquella criatura mágica.
Un hada que no le había dejado pegar ojo mientras en sus recuerdos jugueteaba con el dorso anaranjado de su piel y, ensimismado, contemplaba las curvas de su grácil y diminuto cuerpo.
Bienvenido de nuevo, Matthew. – La voz del hada resonó suave en los oídos del joven. – ¿Quieres llegar a mi? Durante la noche de ayer y esta mañana has estado cruzando el verano. Nos encontraremos en primavera, donde tu ya sabes, y seré tuya.
Esas palabras deshicieron a Matthew, que cuando quiso preguntar acerca de a qué se refería con aquello de cruzar el verano, se vio sorprendido por el ruido ensordecedor de un trueno.
Sintiéndose desorientado por un momento, pues realmente no sabía qué hacer, se adentró en el bosque en busca del hada.
Pero lo que ocurrió fue que una gran tormenta dio comienzo.

En primer lugar una serie que se le antojó eterna de rayos iluminó agresivamente los cielos, que tan tapados como estaban ennegrecían el paisaje que Matthew atisbaba ya perdido en el interior del bosque.
Los truenos hicieron que sintiese más temor que en toda su vida, y se puso de cuclillas tapándose con fuerza los oídos.
Por aquí. – La voz del hada llegó cuando a Mathew ya le estaba entrando el llanto y al mismo tiempo la lluvia arreciaba. No hubo un primer goteo progresivo. Un manantial pareció caer de golpe, con un intensidad que no hacía más que crecer y crecer.
Matthew alzó la vista y vio la base de un gran tronco protegida por unas hojas que mantenían encendido un pequeño y acogedor farolillo.
Corrió hacia allí y abrió la puerta sin dilación.

Era una estancia mucho más amplia de lo que hubiese imaginado en un principio al verla desde fuera. Decorada con la madera del interior del árbol, había un comedor donde la temperatura era agradable, y unas escaleras que subían al piso superior.
Matthew ascendió.
Un lecho se presentaba frente a él, y sin dudarlo, aún atemorizado por los truenos que resonaban en el hostil exterior, se tumbó.
Mientras el sonido de la lluvia lo relajaba, a Matthew se le fueron cerrando los párpados hasta que paulatinamente se durmió.

Al despertar se encontraba relajado, con un cosquilleo por todo el cuerpo, como si hubiese dormido largo tiempo. El sol penetraba por una de las pequeñas ventanas, y deseó al mismo tiempo estar en casa de su abuelo y estar más cerca del hada.
Comprobó al abrir los ojos que se trataba de lo segundo, pues se encontraba en el interior de la casita construida en el árbol al que le había guiado su hada.
Se desperezó y salió al exterior.
Todo el paisaje había cambiado, presentándose ante él una melancólica escena digna del otoño más triste, bonito y nostálgico que había imaginado ver jamás.
Caminó pisando las primeras hojas secas, que amontonadas frente a él emitían sonoros crujidos a medida que sus pasos se hacían más y más firmes.
Los tonos anaranjados de la estación le recordaban al color del contorno de la silueta del hada, y se preguntó que debía hacer en ese momento.
Al parecer había dormido unos tres meses.
Ya debería estar en la escuela, sin embargo se encontraba perdido en un bosque del cual no sabía ni por donde avanzar, ni como retroceder. Echaba de menos a Robert, pues él sabría que hacer.

Cuando Robert se despertó una fuerte intuición le decía que algo ni iba bien.
Se vistió y salió de casa entrada la mañana.
Una fuerte tormenta había estado descargando durante horas y ahora parecía que se disipaba. No obstante, desde las lejanas montañas, un nueva, de igual o mayor intensidad, se acercaba.
Fue directo a casa del abuelo de Matthew, y picando repetidamente logró que le abriese la puerta.
¿Está Matthew? – Preguntó respirando entrecortadamente.
Pensaba que estaba contigo, Robert. Ha salido esta mañana muy temprano. – Robert se tiró las manos a la cabeza.
Al final su amigo se había introducido solo en el bosque.
Debía dar con él de inmediato, más teniendo en cuenta el tiempo que se avecinaba.


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Una tormenta de cuatro estaciones: Capítulo II



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Matthew se moría de frío cuando escuchó de nuevo la voz.
– No has venido solo.
Provenía de una zona despejada del bosque que había justo frente a él. No se lo pensó y avanzó hasta allí.
El tímido sonido de un riachuelo que tenía ante sí abocaba encanto a una escena que habría de presidir... ¿Una luz violeta? A poca distancia, la luz se movía en todo tipo de espirales lanzando belleza allá por donde pasase.
Fijándose un poco más detenidamente, Matthew se percató de que, en el dibujo de su silueta exterior, lucía un tono anaranjado como el fuego.
Estaba encandilado, como poseído por aquello.
Se acercó más adentrándose en el claro del bosque, y la voz de esa extraña criatura se dirigió a él de nuevo.
– ¡Báñate! – Le dijo.
Pero Matthew se quedó quieto, víctima del frío invernal que sentía.
Iba a comentárselo al extraño ser luminoso cuando éste se le adelantó.
– El tiempo no es un problema, Matthew, métete en el agua y lo comprobarás. – Sorprendido por que le llamase por su nombre, hizo caso a la propuesta y se desvistió rápidamente. En cuestión de segundos ya metía los dedos de su pie izquierdo en el agua, comprobando como su temperatura no solo era ideal, sino que la de su propio cuerpo también se aclimataba dejando de padecer extremo calor o frío de repente.

Por su parte Robert no dejaba de llamar a gritos a su compañero.
Maldecía para sus adentros porqué sabía que el bosque era un lugar peligroso. Tanto en aspectos relativos a lo considerado real como a otros.
Sin embargo Matthew no lo oía, estando como estaba sumido en una especie de sueño maravilloso donde el agua del río burbujeaba haciéndole un masaje por todo el cuerpo, convirtiéndose ésta en algo cristalino y transparente, brillante incluso en la luminosidad de la noche.
Confiado, Matthew, el adolescente de quince años crédulo e inocente, se dirigió a esa voz que esa noche había decidido tomar contacto con él.
– ¿Quién eres? – Matthew precisó un poco más. – ¿Eres esa lucecita?
La respuesta no tardó en llegar. La voz femenina le susurró al oído, provocándole un cosquilleo agradable por todo el cuerpo.
– Así es, Matthew, ¿Deseas verme mejor? – Asintió nada más escuchar la pregunta.
– Acude aquí mañana mismo, a cualquier hora, pero solo. Debes deshacerte de tu compañero.
Matthew se sintió algo apenado por aquello, pues deseaba con todas sus fuerzas contarle a su amigo Robert la aventura que había vivido. No obstante estaba claro que debía mantenerlo en secreto si quería ver mejor a ese mágico ser.
Al tanto de sus dudas, la criatura hizo que sus tonos violeta y naranja ganasen mucha más intensidad, mientras se acercaba lentamente a la palma extendida de la mano de Matthew.
Prácticamente hechizado, el rostro bobalicón de Matthew se quedó con la boca abierta un buen rato.
En su palma, una preciosa hada danzaba con gráciles movimientos mostrándole su belleza.

Al mismo tiempo que ella le guiñaba cómplice un ojo, Robert aparecía en el claro visiblemente enfadado.
– ¿Se puede saber que demonios estás haciendo? – Hacía un instante que la bella hada había desaparecido, y ya ni quedaba rastro de su luz. Empapado como estaba dentro del riachuelo, Matthew comenzó a tiritar de nuevo.
Robert no estaba para mucha conversación.
Lo estiraba hacia sus respectivas casas asiéndole de una manga de la camiseta, y cuando hubieron llegado ni siquiera se despidió al dejarlo frente al hogar de su abuelo.
Solo entonces se permitió girarse y lanzar una pregunta.
– Me ha parecido oírte hablar. ¿Con quién hablabas?
– Oh. – Respondió Matthew, no era nadie, simplemente a veces hablo solo. – Miraba al suelo mientras pronunciaba esas parcas palabras.

El día siguiente amaneció nublado.
Pero no nublado de cualquier forma. Negros nubarrones se sumaban unos a otros para conformar una estampa digna de la mayor de las amenazas.
Mientras el abuelo de Matthew le prohibía salir en todo el día hasta que la tormenta pasase, para él era como escuchar llover.
Iría al bosque, solo, a encontrarse con el hada.
Había pasado la noche prácticamente en vela, acariciando con su imaginación aquella piel anaranjada, hasta el punto de obsesionarse con ella.
Ni siquiera cuando salió de su casa con las primeras luces, habiendo burlado a su abuelo que preparaba el desayuno, reparó en el negro cielo que nada bueno auguraba.
Comprobó que ni Robert ni nadie le seguía y, sonriente, emprendió el camino hacia el claro del bosque donde la magia sí era posible, y lo buscaba a él. Solo a él.


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