martes, 31 de marzo de 2015

Completa tu muñeca II: Tienda



Cuando hubieron dejado a los niños en el colegio, el inspector McConelly y Carol Swanton permanecieron uno al lado del otro unos instantes antes de que Carol rompiese el hielo.
— Deberá ir al trabajo, supongo… — Tanteó. Aún no se sentía con plena confianza en el trato con el inspector.
— Puedo tomarme la mañana libre. — Matthew, que alzaba el mentón contemplando las hojas que el frío viento de la mañana deslizaba frente a él, respondió con rotundidad. Al percatarse de ello, suavizó el tono para, ya mirando a Carol, lanzar su sugerencia. — ¿Le apetece que vayamos a ver la tienda que le comenté ayer?
Carol no tardó demasiado en asentir.
Subieron al coche del inspector, que tras algunos intentos fallidos por fin arrancó, torciendo las primeras calles que habrían de conducirles al centro del poblado, donde una flamante nueva tienda de muñecas aguardaba su visita.

Al sonar las campanillas de la entrada, el dependiente se alzó de detrás del mostrador luciendo una sonrisa en el rostro.
Carol y Matthew, sobretodo la primera, habían pasado un largo rato en la vitrina que daba al exterior de la tienda de antiguo aspecto pese a su reciente apertura. 
Docenas de muñecas se agolpaban allí, mostrando todas un mimo y un cuidado excelentes.
Salvo por un detalle. Estaban incompletas.
Mientras que a unas les faltaba un ojo o parte de la comisura de los labios, a otras se las exhibía sin dedos, manos o brazos enteros.
No obstante, según la opinión de Carol, eran encantadoras.
Faltaba saber si se trataba de piezas de coleccionista o su precio estaría al alcance de su bolsillo.
Por eso entraron en la tienda, para toparse en un primer vistazo con el rostro del dependiente, que les sonreía desde detrás del mostrador de madera pese a no decir palabra alguna.
Finalmente habló.
— Buenos días. ¿En qué puedo ayudarles? — Carol ya perdía su mirada en el interior de la tienda, donde multitud de objetos antiguos y varias muñecas, éstas ya completas, decoraban un interior donde el olor a incienso tapaba algo que resultaba desconocido para Carol, pero no imperceptible.
Tampoco para el inspector McConelly, que charlando con el dependiente, no dejaba de acumular ciertos datos acerca de ese misterioso nuevo habitante del pueblo.
Su cara lucía signos de quemaduras, en forma de cicatrices que nacían de su mentón para desplazarse por todo el costado izquierdo de su rostro, que había pasado desapercibido en primera instancia para Carol.
Su mirada era clara y penetrante, y fue su compañera quién sacó del ensimismamiento al inspector justo cuando éste parecía intuir en ella algo diferente, como un halo de luz semejante al que desprende el fuego cuando es avivado.
— Disculpe, querría hacerme con una de sus muñecas… — El dependiente miró a Carol, sonriendo de nuevo tras la charla con Matthew.
—¿Es para usted? ¿O se trata de un regalo? — Carol sonrió ante la pregunta. El dependiente prosiguió, satisfecho ante la reacción. — ¿Para quién va a ser una de estas joyas? — Carol hizo una mueca con su boca, para preguntar a continuación: — Oh, lo cierto es que primero querría saber el precio aproximado de las muñecas.
El dependiente puso sus manos sobre el mostrador.
Más cicatrices.
Cuanto más miraba Matthew a ese hombre, más se preguntaba acerca de qué le habría ocurrido.
— Las muñecas que ve aquí dentro no están por ahora a la venta. Las de la vitrina exterior, sin embargo… — Carol abrió los ojos notablemente. — Las muñecas de la vitrina tienen un precio que varía en función de quién la quiera adquirir.
— Quiero una para mi hija. — Respondió Carol.
La mirada del dependiente se encendió por un instante.
— ¡Maravilloso! ¿Por qué no viene con ella esta misma tarde y vemos qué podemos hacer?
En ese punto Carol sintió un escalofrío, aunque se recobró cuando escuchó la voz del inspector.
— Oiga, ya pasaremos en algún momento, que pase un buen día.
Mientras salían de la tienda, el dependiente no dejó de seguir con la mirada a una mujer que por un momento había sentido una inexplicable sensación que la había incomodado sobremanera.

— Ese hombre no me da buena espina, Carol. — Matthew conducía el viejo automóvil en dirección a casa de su acompañante.
— ¿Por qué me habrá dicho lo de ir con Penny? — Carol llevaba preguntándose eso mismo desde hacía un buen rato.
— El tipo no me ha dado buena espina. Resulta muy extraño que no venda la mayor parte del material de la tienda.
— Lo cierto es que había una muñeca en la vitrina que, estoy segura, a Penny le haría mucha ilusión.
El inspector se encendió un cigarrillo en ese punto y bajó un poco su ventanilla. Exhalando una buena nube de humo, respondió.
— Deje que investigue un poco más el lugar. Pronto podrá ir sin problemas a adquirir esa muñeca.
Carol miraba por su ventanilla el paisaje donde a lo lejos se divisaban las montañas, en una jornada que alcanzaba el mediodía aún con el intenso viento paseándose por las calles de Greenroys.
Haría caso al inspector, al fin y al cabo, su olfato debía superar con creces el suyo propio, y no podía desentenderse de una sensación como la que había sentido.
Cuando llegaron a su chalet Carol iba a tener el tiempo justo de preparar la comida e ir a buscar a su hija al colegio. Se despidió con un par de besos del inspector y se agarró fuerte el bolso antes de emprender el camino a casa, pues el viento en su calle era realmente fuerte.

Cuando sonó el timbre de final de clase, Penny se sentía en éxtasis.
Había pasado toda la mañana sentada junto a Tom, que amablemente había invitado a dejar en paz a Penny al repelente de Karl. Éste no había osado plantar cara, sorprendido.
La compañera de Penny seguía enferma y eso había resultado en una mañana de diversión y sonrojo por parte de los dos niños, que rozaban los doce años.
Tom era unos meses mayor que Penny, aunque ambos habían nacido en el mismo año.
Mientras salían al exterior, Tom le confesó a Penny un secreto.
— Oye Penny, esta mañana mi padre me ha contado que tienen una sorpresa para ti.
Penny abrió los ojos de par en par.
— ¡Qué dices! ¿En serio? — Tom sonreía.
— Sí, algo acerca de una tienda de muñecas que ha abierto hoy en el centro. Pero no digas nada, ¿Eh?
La pequeña siguió con los ojos muy abiertos. Le encantaban las muñecas, y desde que su padre se fue su madre apenas le había dado un puñado de ellas. Ya esperaba impacientemente que su madre le diese la noticia y poder escoger la más bonita.
Cuando Matthew y Carol los llamaron, Penny y Tom se dieron un fuerte abrazo y se dirigieron hacia ellos. 
El inspector Matthew se despidió alzando la mano de Carol, haciendo en última instancia un gesto que indicaba que estarían en contacto por teléfono si averiguaba algo. Ella le sonrió, mientras acariciaba el pelo de su hija al abrazársele ésta a ella a modo de saludo.
Ya en el coche, los pequeños pies de Penny no paraban de moverse como a espasmos de los nervios que sentía.
Al poco, estalló.
— Mamá, ¿Cuándo vamos a ir a la tienda de muñecas? 
Carol se sorprendió mucho por aquello. ¿Cómo lo había podido averiguar su hija?
Cuando le dijo que por el momento no podrían ir, Penny se enfadó muchísimo y no se dirigió a su madre en el resto de trayecto hasta llegar a casa.
Cuando lo hicieron no quiso ni comer. Subió agresivamente las escaleras que conducían al piso superior y se encerró en su habitación.
A media tarde Carol había logrado entrar en su habitación, y le prometió que en cuanto pudiese ser irían a la tienda a comprar una muñeca.
Penny había pasado buena parte del rato que estuvo encerrada llorando, y se aferraba a su madre agotando los últimos sollozos cuando el teléfono sonó.
Carol pellizcó la mejilla de su hija y le hizo una mueca que provocó la risa de la pequeña.
Cogió el teléfono y por el saludo ya supo que se trataba del inspector McConelly.
— ¡Matthew! Dígame.
— No he averiguado nada acerca del tipo de la tienda.
— ¿Entonces podemos ir?
Carol respiraba aliviada.
— Espere, me refiero a que no he averiguado nada de nada. Es como si no tuviese pasado. ¿Podría darme un poco más de tiempo?
Ella suspiró, desalentada.
— De acuerdo, Matthew, manténgame informada…
Cuando colgó el teléfono Carol dio por fin de comer a su hija, y por un momento con los dibujos del televisor pareció que la pequeña se distraía lo suficiente para no pensar en la tienda de ese misterioso sujeto.

Si el día anterior se había caracterizado por el viento, el que nos ocupaba presentaba un amenazador cielo negro cubierto por unos nubarrones que amenazaban con una intensa lluvia.
Carol llevó pronto a su hija al colegio, y se extrañó al ver a Tom llegar solo, aunque bien era cierto que muchos eran los días en los que lo hacía.
Esperaba seguramente noticias de Matthew, tanto por su persona como por la tienda que por algún motivo no acababa de irse de su mente.
Se despidió de Penny y ésta entró de la mano de Tom en el colegio.
— ¿Y bien? — Tom preguntó a Penny en cuanto quedaron solos.
— Mamá no quiere llevarme a la tienda… — Penny dejó caer unas lágrimas en ese punto.
— ¿Que te parece si vamos nosotros solos? — La mirada de Tom brillaba tan solo con imaginar la aventura.
— ¿Harías eso por mi?
Tom sonrió, rápidamente, dio un beso en la mejilla derecha de Penny y tiró de ella hacia el exterior.
Una fina lluvia comenzaba a caer mientras los niños caminaban apresuradamente en dirección al centro del pueblo. Atravesaron las estrechas calles que se arremolinaban unas con otras en la zona de mayor cantidad de tiendas, y no tuvieron ni siquiera que preguntar para dar con la que buscaban.
Al final de una calle que descendía, en la parte derecha, lucía un cartel que anunciaba “Muñeca” a los transeúntes.
Corrieron mientras la lluvia arreciaba.
— Oh, Dios mío, ¡Mira, Tom! — Penny pegaba su dedo en la misma muñeca que había convencido a su madre el día anterior. Le faltaba únicamente el brazo derecho.
— Entremos, a ver qué más hay. — Tom empujó la pesada puerta e hizo sonar las campanillas de la puerta. No hubiese sido necesario, puesto que un dependiente ya les esperaba con una amplia sonrisa en su interior.
Los niños quedaron petrificados mirando las cicatrices del hombre cuando la puerta se cerró.
— ¿Penny, verdad?
La niña asintió con timidez, mientras Tom miraba al suelo como sintiendo de repente el peso de la travesura.
— ¿Has encontrado alguna muñeca que te guste? Para ti, hoy, es gratis. — La niña recuperó su sonrisa, mientras a toda prisa agarró a Sui, que así tenía pensado llamarla, para enseñársela al dependiente.
— Una fantástica elección, Penny. Solo tendrás que conseguir una cosa.
La mirada del dependiente dejó escapar entonces algo parecido a una llamarada, que puso en guardia a Tom pasando desapercibida para Penny, que miraba con ojos ensoñadores la mirada de Madison.

— ¿De qué… De qué se trata? — La voz del niño temblaba.


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martes, 17 de marzo de 2015

Niño inmortal: Capítulo 1



                                                            SUEÑO

 

Moisés Teruel era un joven hastiado por una vida a la que no encontraba sentido alguno.
Aunque no siempre fue así.
De niño, dejaba a su imaginación volar al compás de todo tipo de variopintos pensamientos, encontrando en el libre universo de la mente las motivaciones necesarias para levantarse con energía y afrontar las diferentes experiencias que la aventura de la vida ponía a su alcance.

Sin embargo, el lento pero constante transcurrir de los años lo había dejado en la dudosa posición del que empieza a asumir que se ha perdido en un inmenso laberinto.
Un laberinto sin salida, de hecho.
Contemplaba al resto de sus semejantes caminar resueltos por él, sin comprender qué era lo que empujaba los enérgicos pasos de esas personas.
Moisés solo tenía clara una cosa. No iba a convertirse en uno más de ellos, sino que iba a retroceder a cualquier precio hasta un punto que para muchos se difuminaba en los lejanos horizontes del pasado, pero que él contemplaba con la nitidez pura reservada a los mayores tesoros de la vida.
Poseía la juventud y su vigor, pero felizmente renunciaría a ello para regresar a su más tierna infancia, allí donde los pensamientos podían volar y, como cometas, ser dirigidos por sus diminutas manos en los azules cielos de la ilusión.

Sin embargo, no sabía que debía hacer.
Comenzó a comportarse como el niño en el que quería convertirse, pero bien su vergüenza bien la intolerancia del ser humano ponían continuas trabas a su cometido.
Todo era un cúmulo de desastres hasta que una noche, un sueño golpeó con tanta fuerza su subconsciente que al día siguiente recordó con extremo detalle lo acontecido en él.
Se encontraba en la base de un gran árbol que coronaba la parte más alta de un inmenso claro.
Un niño lo miraba fijamente frente a él.
En cuestión de segundos, el cuerpo de Moisés pareció sufrir una regresión, pues su altura fue equiparándose a la del niño desconocido hasta que ambos se encontraron mirándose fijamente a los ojos a la misma altura.
El desconocido le indicó con el dedo, señalando su calzado, que se lo quitase, justo antes de salir corriendo por el claro.
Moisés no se lo pensó dos veces.
Apenas con un par de zancadas sus deportivas quedaron atrás, y sus pies descalzos sintieron el fantástico aroma de una experiencia ya casi olvidada.
Corría descalzo sobre el verde césped.

Corrió y corrió, persiguiendo al niño que huidizo esquivaba sus acometidas por pillar al desconocido.
Finalmente, exhaustos, cayeron al suelo riendo a carcajadas, hasta que el niño desconocido interrumpió las risas con una pregunta que despertó de su letargo a Moisés.
Tendido en su cama, algo sudoroso, no dejaba de repetir en su cabeza la pregunta que el niño del sueño le había formulado.
¿Cuándo vendrás con nosotros?



                                                            DORMIDO

Cuándo podría ir con ellos, eso es lo que el niño del sueño le había dicho.
Moisés no tenía ni idea ni de dónde ir, ni de cómo hacerlo.
Por eso decidió que necesitaba más pistas, más información. Y su única fuente era el mundo de los sueños.
Preso y liberado a la vez por la fantástica sensación que experimentó al correr por la hierba, Moisés se dedicó a dormir noche y día, con la esperanza que en una de esas ráfagas oníricas obtendría algo de guía para tan excelso cometido.
Pero no fue así.

En lugar de eso la vida lo castigaba con una afección pulmonar que hacía emerger una fea tos de su interior impidiéndole incluso respirar con normalidad.
Su desesperación era ya patente cuando una noche, exhausto de llevar una vida sin apenas motivación alguna, soñó de nuevo apareciendo en la base del gran árbol de hojas anaranjadas.
Como si de un otoño se tratase, la tristeza y la melancolía asolaban el paraje.
Esta vez, a lo lejos, lo que parecía un grupo de niñas y niños  se acercaba sonriente a su posición.
Pero Moisés conservaba aún su forma adulta.
Al llegar el grupo, una niña se dirigió a él.
– Así no, hombre. Si traes tus penas a este lugar, todo se desvanecerá por el mismo mal del que adoleces. – La niña tenía el pelo rubio y blancos dientes que mostraba parcialmente al hablar. Era muy guapa.

De ese modo Moisés fue desprendiéndose paulatinamente de sus preocupaciones.
Lentamente, sintió de nuevo la agradable sensación de sentir su cuerpo decrecer hasta que se encontró mirando desde la misma altura al grupo de niños que ahora sí sonreían al contemplar como el árbol ya recuperaba el colorido primaveral y lleno de esperanza que tan a juego iba con el lugar y el cielo azul en el que un resplandeciente sol brillaba con intensidad.
– ¿Cómo te llamas? – Preguntó uno de los niños. Se asemejaba mucho a algún desconocido que Moisés recordaba de una experiencia anterior.
– Me llamo Moisés. – Se sorprendió al escuchar su aguda voz. Bajó avergonzado su rostro hasta que fue a aterrizar en los dedos de una de las niñas, que lo sostuvo para finalmente acariciar su mejilla.
– Tienes que lograr llegar aquí. – Le dijo la niña.
– ¿Donde estamos? – Preguntó el pequeño Moisés.
Fue un niño el que respondió.
– Estamos en Onírica, amigo. Nosotros vivimos aquí porqué vivimos nuestras vidas tratando de que se nos concediese el mismo deseo. – En ese punto el niño se peinó el flequillo con un rápido movimiento de su mano derecha, para después clavar su mirada en la de Moisés. – ¿Qué has hecho tú para estar aquí?
En ese punto una horrible tos asaltó a un Moisés que no sabía muy bien qué responder.
<< Hijo, despierta... >>
La voz  provenía del cielo, de todas partes.
Cuando Moises abrió los ojos al mundo cuya realidad mermaba sus esperanzas, se topó con la preocupada mirada de su madre que observaba su tos visiblemente afectada.



                                                            SENTENCIA

Moisés salió del médico con la cabeza puesta en otra parte.
Se podría decir que siempre tenía la cabeza en otro lugar.
Desde que en su segundo sueño le habían revelado que aquel lugar se llamaba Onírica, éste no había dejado de querer soñar una y otra vez de nuevo con aquel grupo de niños que parecían haber logrado vivir allí por siempre.

Pero la noticia del médico era lo suficientemente preocupante como para que pudiese dedicarse a sus habituales ensoñaciones.
Una bombona de oxígeno, permanentemente enganchada a él, era el menor de los males de una afección que no había parado de avanzar en su interior a cada cigarrillo que fumaba.

No obstante, Moisés, pese a no tener pruebas, confiaba ciegamente en la existencia de Onírica, un paradisíaco lugar donde disfrutar con el resto de niños durante toda una eternidad.
Esa misma tarde, tomando unas cervezas con unos amigos, se mostró visiblemente preocupado, sumido en los oscuros pensamientos que en él había provocado la terrible noticia de un médico que no parecía apostar demasiado por él.

Al llegar a su casa su hermana lo estaba esperando con una grata sorpresa. Un dibujo perfectamente trazado de un personaje de animación al que Moisés adoraba desde pequeño permanecía sujeto por la mano de su hermana, que extendía el brazo hacia él invitándole a aceptarlo.
Lo hizo y para su sorpresa había un tímido paisaje tras el personaje, que se asemejaba a un gran árbol en lo alto de una elevación del terreno en un claro inmenso donde muchos niños parecían pasárselo bomba corriendo mientras se perseguían.

Sorprendido, Moisés alzó su mirada hacia el rostro de su hermana, que le guiñó un ojo mientras le daba las buenas noches.
Esa noche Moisés se puso el pijama y se descalzó para realizar antes de dormirse unos ejercicios de relajación.
La tos parecía haber remitido esa noche, y deseó con todas sus fuerzas despertar por tercera vez en Onírica.

Cuando lo hizo, escuchó la voz de unos niños dirigiéndose a él como Moi, un apodo que solo usaban sus mejores amigos.
Se dirigió hacia el grupo que le llamaba, y de nuevo, lejos del amparo de la sombra del árbol, sintió como su cuerpo empequeñecía por momentos, cayéndosele los pantalones y el calzado por el camino, quedando vestido por una enorme camiseta que se asemejaba ya a un vestido cuando, sonriente, se plantó frente al grupo de niños.



                                                            VIAJE

– ¿Qué te hace pensar que somos niños? – Moisés escuchaba con atención las palabras de uno de los niños.
Llevaban un buen rato conversando, y lo cierto era que a esa última pregunta Moisés solo podía responder que la apariencia era lo que le indicaba que eran tan jóvenes.
– Me lo temía, juzgas por las apariencias. Necesitarás más que eso si quieres completar tu viaje.
– ¿Mi viaje? – Preguntó el bueno de Moisés.
– ¡Tu viaje a Onírica, tontorrón! – Una niña lo gritó mientras daba saltos de alegría ante la idea de que aquel lugar recibiese a un nuevo integrante.
Moisés se quedó algo pensativo, mientras daba con las palabras adecuadas a lo que deseaba formular.
– ¿Vosotros vivís aquí?
– Todos los días del año. – El niño que había mostrado tanta seriedad hacía un momento respondió. – ¿Quieres venir con nosotros? – Moisés asintió con fuerza con la cabeza. – Deberás completar tu vida en "el otro lugar" para poder vivir en Onírica.
En ese momento los niños salieron corriendo.
Pero no estaban jugando.
Huían despavoridos, más bien.

– ¡Moi, queremos que vengas con nosotros! – El lejano eco de la voz de una niña llegó a oídos de Moisés, que súbitamente sintió frío.
Una gélida brisa se levantaba por momentos, cuando cayó en la cuenta de que el sol se estaba poniendo.
Iba a ser la primera noche que pasase en ese lugar, y a medida que la oscuridad crecía apoderándose de toda Onírica, fue viendo como el reflejo de cientos de hogueras alumbraban los bosques que acotaban el claro aquí y allá.
Estaba claro que allí había muchos niños, muchos más de los que había logrado ver en sus incursiones en ese lugar.
Quiso ir con ellos, integrarse, pero notó que algo no cuadraba.
Se había encontrado muy a gusto cuando abrió los ojos en la base del gran árbol, pero lo cierto es que no sabía cómo había llegado a Onírica.
Cuando se lo preguntó, sintió como si algo tirase de él con fuerza, y de nuevo despertó en su cama, temblando de algo parecido al frío, solo que mas duro, más hostil.

Cuando un repentino ataque de tos le asaltó, recordó el sueño que había tenido.
Le dijeron que para ir allí debía completar su vida, lo que ahora sentía con pena como real.
Preocupado, pensó en la muerte y lo mucho que lo acongojaba.
Debía haber otra manera de llegar allí.
Al fin y al cabo, ya había demostrado que relajándose debidamente, su propio sueño le conducía a aquel lugar.



                                                            ONÍRICA

Moisés estaba desesperado.
Onírica quedaba ya muy lejos, y al mismo tiempo la sentía tan cerca como si la mismísima noche anterior hubiese soñado ampliamente con ella.
Cuando lo comentaba a sus colegas, todos quitaban hierro a un asunto al que Moisés no sabía o no podía dar la importancia debida.
Barajó la posibilidad de comentárselo a su psiquiatra, pero lo descartó rápidamente consciente de que estaría poniendo en juego su libertad por algo a quien nadie daría crédito.
Casi nadie, de hecho.

Moisés aún recordaba con sumo cariño y curiosidad el dibujo de su hermana, en cuyo horizonte tan fielmente se insinuaba lo que él ya consideraba como el reino de sus sueños.
Pero en su vida real trabajaba duro por sacar adelante algo que le permitiese trabajar mientras la tos le hacía pensar una y otra vez en aquella bombona de oxígeno con la que tiñeron de triste nublado su destino la última vez que acudió al médico.

De modo que, ansioso por poder palpar Onírica, el único lugar donde Moisés contemplaba una feliz existencia como niño inmortal, decidió encargar a un buen amigo el escrito que dibujase el esqueleto de dicho reino, previa plantación de la semilla de sus ideas, que nacidas del mundo de sus sueños trataban de germinar de un modo que Moisés jamás imaginó.
Y es que, si él no podía ir a Onírica, ¿Por qué Onírica no podía venir a él?
Juntos, el escritor y el protagonista de una historia de poco claro final, se embarcaron en el diseño de Onírica y sus niños, para que a través de las visitas que hiciese Moisés a ese lugar en algunas de sus noches, pudiesen perfilarlo más y más, así como su hermana había hecho como por arte de magia con el dibujo que le había regalado.

Pero los sueños escaseaban y se hacía complicado contemplar a Onírica como algo real, siendo más parecida a una historia de ficción que a la mágica experiencia que Moisés había sentido en repetidas ocasiones.
La visión de su yo infantil se intercalaba con la de un joven adulto que se ahogaba entre el humo de su vicio, perdido ya totalmente en un laberinto donde las demás personas sabían, o simplemente aparentaban, saber qué tenían que hacer.

Quedaba poco tiempo, y por eso escribieron raudos el primer capítulo de la historia, quedando ésta pendiente de una resolución que trajese "al otro lado" los sueños acerca de Onírica de un Moisés que tan solo quería poder correr descalzo bajo un cielo azul lejos de toda miseria, dolor o sufrimiento.

Quería ser un niño.
Onírica no solo le ofrecía eso, le ofrecía ser un niño inmortal.

martes, 3 de marzo de 2015

Una vampira en cuerpo de niña



Una vampira en cuerpo de niña:

Tema titulado "Vampire", de los geniales Pink Mountaintops.
Imágenes del film "Déjame entrar".