viernes, 25 de diciembre de 2015

El muñeco de nieve privado de reflejo



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Había cuidado cada pequeño detalle.
Era imposible que los otros muñecos de nieve se diesen cuenta.
Todos habían sido creados con el mayor mimo posible, pero desde un punto de vista ajustado a una realidad aplastante. Tenían que aceptar que no siempre podrían ser felices, ni ganar eternamente, ni mucho menos huir con éxito de sus miedos más arraigados.

El paso del tiempo pasó para todos los muñecos de la bonita calle de Infancia.
Salían en Navidad para plantar su base en la gruesa capa de nieve que los tiempos favorecían, y junto a sus amigos y familiares pasaban ratos inolvidables.
Sin embargo, sujetos a la lógica de un paso del tiempo inclemente, se deshacían para renovarse en otras formas, aprendiendo que en los pueblos vecinos de Adolescencia y Madurez deberían esforzarse por avanzar en un lugar donde el mal barrio de la Vejez llamaba  con lúgubre iluminación a cualquier alma perdida que llegase a sus calles.

El chico, no obstante, había fabricado un disfraz de muñeco de nieve con el que pasar desapercibido de sus semejantes.
Hubiese bastado con que se hubiese mirado a un espejo para que comprobase que su naturaleza ya era la de un flamante muñeco de nieve con las mismas ganas de vivir que el resto, pero el caso es que prefirió crearse una imagen artificial con la que poder aguantar más tiempo en un estado que al parecer llamaban felicidad.

Así fue como cuando las nevadas cesaban y el frío se desvanecía él seguía luciendo su nieve artificial, resistente al tiempo cálido, con sus mejores galas que al parecer le llenaban de regocijo al ser observado por extrañados transeúntes.
De noche, cuando nadie miraba, el chico hacía pequeños retoques en su disfraz pretendiendo que éste durase más y más, sintiendo como le era reportada esa dicha de la que se había convertido en adicto.

Décadas pasaron y el chico ya crecido se encontró con que los muñecos de nieve ya no poseían el significado que siempre había creído que tendrían.
Muchos vivían ya habiendo abandonado esa forma en los pueblos vecinos, ya como árboles de navidad alrededor de los cuales un año de esfuerzo y constancia daba pequeños fruto de ilusión y esperanza que consumir en pequeñas dosis.
Demasiado tarde entendió el porqué de que la extrañez que mostraron en su día quienes le observaban se había tornado en precavido desprecio.
Las frutas que adornaban su disfraz, por ejemplo, se habían podrido, y el resto de adornos desgastados por el paso del tiempo ya no lucían naturales, como si su alucinógeno efecto que emulaba el aspecto de lo vivo se hubiese transformado en algo desagradable a la vista.

Ser un muñeco de nieve en Infancia, Adolescencia y Madurez le había servido para aparentar mediante su disfraz que era inmune al proceso vital de la existencia.
Pero tanto disfraz como chico habían recibido los impactos de un periplo caminado contra natura.
Una noche, cuando se miró a un espejo, descubrió a una persona desconocida, y para su horror se dio cuenta de que se trataba de su reflejo en uno de los escaparates abandonados del barrio de la Vejez.
Muñecos de nieve decrépitos, árboles de navidad partidos y desarraigados, regalos a medio envolver de los que emergían insectos y demás visiones que llenaban de ansiedad el corazón del chico le saludaban como si le conociesen de toda la vida.

Allí no había integridad, no parecía nadie tener consciencia de su verdadera naturaleza, y los comportamientos eran variados, todos ellos salpicados por la locura o el deseo de felicidad pasajera.
El chico regresó al barrio de Infancia.
Quiso ponerse en su jardín como recordaba que tantos muñecos de nieve hicieron de buen inicio, de un modo mejor o peor, pero sincero y natural.
Pero la mirada de los que escrutaban su aspecto denotaba desaprobación, en el cielo un sol abrasador mantenía firme su guardia y no había ni rastro de una nube.
No podía ocultarse, no podía aprovechar la noche para crear una imagen navideña adecuada.

Las callejuelas de Vejez eran su destino.
Y poco a poco, lentamente, fue mudándose a aquel mal barrio.
De vez en cuando, como aguardando un milagro, alzaba su mirada al cielo desde cerrados ambientes cargados de frustración y desengaño, esperando contemplar un caer de copos de nieve que le permitiesen volver a empezar.

Pero había pasado demasiado tiempo disfrazado, sin darse cuenta de que solo tenía que haberse mirado a un espejo.
Un día, paseando por su jardín en Infancia encontró algo envuelto con un mimo solo posible en tiempos pasados.
Era una foto del chico que una vez fue, construyendo con ilusión un improvisado disfraz de muñeco de nieve.
En el reverso había una nota breve.

Lleva esta foto contigo a Madurez, y pregunta por el paradero de Identidad.



miércoles, 16 de diciembre de 2015

El Altar: Capítulo V



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Las farolas de la carretera se apagaban una tras otra a intervalos constantes.
Quim abrió de par en par los ojos al ver eso.
Dio unos pequeños pasos alejándose de la entrada de la cueva, donde una sombra apenas visible pareció relajar el contorno de su silueta.
Las dos chicas que se habían estado acercando al puente habían detenido su paso, aparentemente alarmadas por algo.
Fue entonces cuando se percató de que no solo había dejado de nevar, sino que mirando al cielo una cantidad de estrellas inmensamente mayor a cualquiera que hubiese admirado Quim en el pasado brillaban con toda la esplendorosa estampa de un inmenso universo.
Cuando se dio cuenta se encontraba pisando el suelo del puente donde había desaparecido Nuria.
La última de las luces artificiales de la carretera se apagó, y en ese momento el veterano detective se vio rodeado por las estrellas, ya ajeno a cualquier otro asunto.
Le hubiese resultado sencillo caer en la cuenta de que los astros se reflejaban en la superficie del río provocando ese envoltorio alucinógeno, sin embargo Quim entrecerraba sus ojos fascinado por el movimiento que seguía todo aquello visible en el cielo de aquella fría noche.

Era como una danza en la que las constelaciones desvirtuaban sus formas adquiriendo otras nuevas, dando paso a extrañas parábolas en las que todo cuanto se podía admirar estaba sujeto a un desplazamiento constante, casi mágico, que hipnotizaba al observador, ya con la boca abierta ante lo que, tan lejos de él, estaba sucediendo.
Era como si de un punto en concreto manasen todo tipo de sistemas planetarios y galaxias enteras, dando la sensación de estar sumergido en el proceso de algún tipo de viaje astral.
Todo el cielo fue adquiriendo desde ese punto un tono rojizo plagado de negras sombras, hasta que Quim, justo frente a él, se encontró con un terreno rocoso desde el cual, en su horizonte, otros planetas de colores de extrema belleza se distinguían con claridad.

Cuando hubo mirado un buen rato, su corazón dio un brinco al detener su mirada en un ser de piel verde azulada que caminaba con paso relajado, observando el mismo horizonte que Quim había estado disfrutando instantes antes.
Tras él, un grupo de seres semejantes de diferentes tamaños, con formas dispares en cuanto a su posesión o ausencia de colas o cuernos, parecían comunicarse totalmente ajenos a que alguien estuviese, de algún modo, observándoles.
De pronto el primero de ellos se giró para mirar a los ojos del detective, que víctima del asombro quedó petrificado a la espera de acontecimientos.
Aún no se había permitido un instante de reflexión para meditar acerca de si estaba perdiendo el juicio.
El ser abrió la boca en una especie de gesto de asombro y, mientras parecía derramar una lágrima de sus ojos de grandes órbitas y un suave color violeta, suspiró dejando escapar una sonrisa que reconfortó tanto a Quim que la imagen de Rachel se le vino a la cabeza por un momento.
Cuando comenzó a alzar su brazo en dirección a aquella visión, a aquel horizonte imposible y a aquel ser... Un grito le sacó del estupor.
Provenía de la carretera donde las luces de las farolas se habían encendido súbitamente.

Anna y Nadya se encontraban muy quietas viendo como todo se oscurecía de repente.
No solo eso, sino que tanto la ventisca como la nevada habían parecido detenerse de modo súbito.
Nadya fue la primera en reaccionar.
Dio unos pasos al frente casi a ciegas, atrapada por la oscuridad de una noche en la que el cielo se mostraba de repente despejado.
– Si hay tantas estrellas... ¿Por qué está tan oscuro? – Dejó ir en un susurro que su amiga ni oyó.
Sus labios tiritaban y su cuerpo temblaba cuando de la carretera que unos metros más adelante se tornaba en una sombra infranqueable pareció ver algo que se movía.
Algo que la miraba detenidamente.
– ¿Nadya? – Preguntó al aire Anna apartando su flequillo también con manos temblorosas. Pero ya no podía ver a su amiga.
Desde las sombras que se imponían a corta distancia siguiendo la carretera en dirección a Esterri, el pueblo vecino, le pareció que un grave rugido, un espantoso sonido gutural, se acercaba lenta pero constantemente hacia su posición.
– ¡Nadya! – Exclamó, – ¿Dónde...? – La preguntó quedó cortada por el grito ahogado de ésta, a la que Anna pudo ver por un momento.
Su chaqueta gruesa de llamativo color rosa era arrastrada por algo hacia las sombras más profundas, mientras Nadya estirando y agitando sus extremidades era incapaz de frenar la fuerza con la que estaba siendo desplazada.
A juzgar por la velocidad con la que era conducida, de nada iba a servir que Anna corriese a rescatarla.
Quedó quieta, mirando atónita a su alrededor, hasta que las luces de la carretera se encendieron de golpe. Eso la hizo reaccionar.
Sin rastro en el horizonte de su amiga, dio la vuelta para correr a toda prisa hacia el camping para avisar a Jose y Peter de lo acontecido.


Continuará...

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sábado, 12 de diciembre de 2015

El Altar: Capítulo IV



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La tormenta había cesado, dejando en su lugar una nevada que ya hacía un buen rato había ido disminuyendo de intensidad.
Lo suficiente como para que Quim Gascón hubiese cruzado meditabundo el puente que llevaba todo el día acordonado. La policía no había encontrado nada en la zona donde la joven Nuria había desaparecido.
Estaba muy oscuro en aquella noche de invierno, ya que Quim se encontraba en el interior de la cueva que había perturbado sus pensamientos durante la tarde que había pasado en la taberna del camping.
Su gabardina marrón claro se mecía ante la fuerte y fría brisa que penetraba la entrada de la pequeña cueva. Se echó las manos entrelazadas a la boca y exhaló generando una considerable nube de vapor, al tiempo que se frotaba las manos y meditaba acerca de por qué se había sentido tan observado cuando por la mañana detuvo su mirada en la entrada.
Allí no había nadie, ninguna bestia siquiera que se refugiase de las inclemencias del tiempo.
Al salir de la cueva, miró en dirección al puente solitario donde imaginó a Nuria sumida en sus pensamientos.
Pese a que la nieve que caía desplazando copos en todas direcciones fruto de la pequeña ventisca que estaba aconteciendo, pudo distinguir bajo el brillo de una de las farolas que peinaban la carretera como dos jóvenes se dirigían hacia su posición.
No se percató de que, a su espalda, una sombra perfectamente disimulada con la oscuridad del interior de la cueva se revolvió por un instante dejando caer al suelo una araña de considerable tamaño que siguió su camino por el suelo de ésta.

Nadya dejaba que las lágrimas se deslizaran por su rostro mientras asía fuerte el brazo de su amiga Anna.
– En el fondo es un buen chico, Nadya, tú lo sabes. – Anna daba pequeñas palmadas en el abrigo grueso de Nadya en señal de apoyo.
– ¡Pero siempre tiene que estar dando el espectáculo por el maldito alcohol! – Agitaba sus manos mientras lo gritaba, más presa de la histeria que de el intenso frío.
Jose había decidido ante el temor de Anna a coger el coche que pasarían la noche en el camping, y habían alquilado uno de los bonitos bungalows que por suerte estaban disponibles.
A todos les hizo ilusión ver el interior de éste cuando una empleada del camping les había abierto la puerta entregándoles la llave mientras encendía un gran estufa para que el piso de madera entrase rápidamente en calor.
Por un momento Nadya olvidó que Peter había vuelto a beber una vez pisaron la taberna del camping y no había dejado de hacerlo en ningún momento hasta el punto de tener que agarrarlo más de una vez para que no se cayese rumbo al bungalow.
Pero lo cierto era que una vez instalados él y Jose habían ido a la taberna y Peter se había hecho con un par de botellas de vodka que habían conducido la situación al punto en el que se encontraba ahora.
Con Nadya saliendo llorando del bungalow en cuanto su novio comenzó a perder el control y decir auténticas barbaridades y Anna acompañándola a aparentemente ninguna parte. Habían salido incluso del camping y ahora se encontraban caminando en plena noche por la carretera que atravesaba el pequeño pueblo.
– Peet se toma las vacaciones como si tuviese que evadirse... – Dijo inspirando con fuerza con voz temblorosa. – ¡Y lo entiendo! – Prosiguió, esta vez clavando sus ojos notablemente abiertos, casi suplicantes, en los de su amiga – Pero Anna, parece que quiera evadirse incluso de mi...
Anna sonrió de un modo cómplice viendo que a Nadya ya se le estaba pasando el arranque de desesperación.
– Jose estará hablando con él, seguro. – Argumentó. Su novio y Peter siempre lo pasaban genial y por lo general bebían, pero Jose estaba al tanto de que su amigo podía acabar teniendo un serio problema y cada vez que podía charlaba con él al respecto.
De pronto mientras Nadya se disponía a abrazar a su amiga en señal de agradecimiento, ésta frunció el ceño y alzó extrañada la cabeza en dirección a la carretera que en algún punto se difuminaba totalmente con el cercano horizonte teñido de nieve.
– ¿Has oído eso? – La voz de Anna resonó en un instante en el que la ventisca pareció detenerse de repente.


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martes, 8 de diciembre de 2015

Con amor hacia las llamas del destino


Con amor hacia las llamas del destino:

Tema llamado "Outside Love" de la banda Pink Mountaintops.
Es escucharlo y, casi al instante, sencillamente volar a un mundo de destructiva melancolía con trazos de esperanza por todas partes.

lunes, 7 de diciembre de 2015

Un títere atormentado



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Puedes ver el videoclip "Eme" de Leiva antes o después, este relato está inspirado en él




La cerveza entraba ya caliente y descendía por su interior en un largo, casi eterno trago amargo que por un momento hacía que olvidase el por qué de su situación.
Se encontraba en una habitación prácticamente vacía, decorada por unos pocos muebles llenos de recuerdos que ya no significaban nada para él.
De pronto un latigazo.
Un sentimiento, acompañado de un gran puño en la garganta.
Pese a no poder llorar, sin saber muy bien cómo había logrado caminar a través de los hilos que manejaban su cuerpo de madera hasta las fotos de ese títere llamado Eme, se encontró acariciando su rostro en imágenes ya demasiado antiguas.
Lo siguiente fue dolor.
Un dolor que no admitía más alcohol que el que pudiese ser derramado en un suelo al que lanzar una cerilla llena de sentir, pero tatuada con un sincero adiós.
Tantos momentos con ella habían hecho del títere alguien que privado de su compañía nada podía mover, nada podía vivir, sin liberarse de los crueles hilos que sujetaban su existencia.

– Amor mío, ¿Qué puedo hacer por ti? – Le pareció oír su voz femenina clara y nítida tras destrozar la habitación y situar su mirada en las llamas que se extendían.
– Acompáñame, hasta que cierre los ojos... – Pensó él mientras se colgaba y sentía la presión en su cuello que tanto alcohol había ingerido durante todo ese tormentoso día final.
Con la voz rota escuchó las notas de una guitarra, tocando la canción que tantas veces había compartido junto a la que significaba más que su vida.
– Hasta que se acabe este rock... – Dejó ir en un último rasgado suspiro, viendo como la imagen de la que había sido la última foto en arder relucía en su pensamiento.
Eme era una títere preciosa.

sábado, 5 de diciembre de 2015

El Altar: Capítulo III



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Todos corrían de un lado para otro recogiendo el lugar donde había acontecido la barbacoa.
Anna y Nadya apenas cruzaban fugaces miradas al fregarse el hombro almacenando en las cestas botellas de refrescos y demás utensilios salvables. Por su parte, Jose metía en bolsas de basura gigantescas prácticamente todo lo que quedaba en las mesas de piedra donde una docena de amigos habían estado disfrutando de un día genial.
Hasta que estalló la tormenta.

Peter daba bandazos con su cuerpo intentando recuperarse de la borrachera que había acabado cogiendo, aunque lo cierto era que la lluvia torrencial cayendo sobre su cabeza estaba colaborando bastante en su recuperación.
El cielo no se había nublado de un modo paulatino precisamente.
Se podría decir que mientras disfrutaban de una agradable tarde soleada de repente unos negros nubarrones habían oscurecido por completo el cielo lanzando un único aviso, un único trueno, antes de desatar todo cuanto llevaban contenido.

Puesto que los organizadores eran ellos, tenían la responsabilidad de recogerlo todo antes de ir a refugiarse, más teniendo en cuenta que el resto de participantes habían literalmente huido hacia sus aposentos nada más iniciarse la tormenta.
Tanto la Guingueta como Esterri, pueblos vecinos, eran propensos a recibir poderosas tormentas, pero desde luego tan sorpresivas como esa ninguna habían vivido los jóvenes que allí se reunieron.
La lluvia estaba prevista para la noche, y la preocupación marcaba el rostro de Anna puesto que no quería bajo ninguna circunstancia tener que coger el coche en esas condiciones.
– ¿Por qué no vamos al camping vecino a esperar a ver si mengua? – Peter tuvo la idea, ante la cual a Anna se le iluminó la mirada. Sabía que lugar iba a sugerir su amigo. – He oído que tienen una taberna en la que podríamos estar a salvo de este pedazo de tormenta.
– ¡Peet! ¿Puedes dejar de pensar en beber? – Nadya exclamó sus palabras con tono grave e iracundo, ante lo cual su novio alzó las manos abriendo inocentemente sus ojos en señal de inocencia.
– No pretendía... – Peter comenzó a excusarse, pero se vio interrumpido.
– El coche está en la misma dirección. ¡Vamos para allí antes de que me pille algo!
Cargados con lo que pudieron salvar de la barbacoa y algunas bolsas de basura, los cuatro jóvenes emprendieron rumbo al camping vecino, en cuya taberna, fumando una pipa, un hombre de avanzada edad permanecía concentrado con la vista puesta en la gran hoguera que ardía llenando de un cálido ambiente el local perfectamente acabado con buena madera.
Contrastaba enormemente con la hoguera en la que horas antes se había hecho una barbacoa, ahora apagada e inundada por una agua que caía a cascadas colándose por las varias grietas del techo de ésta.

Nuria había estado allí hacía bien poco, meditaba Quim Gascón apurando su pipa.
Aún no había podido cruzar ni una sola palabra con la familia afectada.
En lugar de eso, el día que hasta hacía poco se había presentado soleado le había servido para familiarizarse con el camping donde había estado alojada la joven.
En la sala de juegos unos amigos de ella le habían atendido cabizbajos, sin mucha información que aportar. Todos tenían coartada en sus respectivas familias y la joven desaparecida no parecía en esa ocasión haber intimado con ninguno de ellos.
Sin embargo había un lugar que Quim iba a visitar en cuanto pudiese burlar el cordón policial y la tempestad e lo permitiese.
Una cueva, algo más allá del puente donde habían encontrado al parecer restos de sangre enterrados en la nieve, había llamado la atención del veterano detective.
Se le daba bien observar, pero del mismo modo también sabía cuando él mismo lo estaba siendo.
Y en esa cueva, pensaba mientras torcía el gesto en su rostro apurando el whisky escocés de un trago, apostaba a que algo mantenía su mirada firme en él.

Cuando entraron un grupo de jóvenes en la taberna armando demasiado jaleo, riéndose y sacudiéndose la ropa empapada, entendió que la calma reflexiva en la que había estado sumido había llegado a su fin.
Los reconoció, eran los chicos de esa misma mañana en el pueblo vecino, los del chaval tirado en el suelo.
Indicó con una seña que le llenasen de nuevo la copa y, preparándose una nueva pipa, imaginó a Nuria sentada con su familia en su misma mesa, preguntándose qué le hizo ir al puente a tan tardías horas.
Pronto la lluvia iría cesando para convertirse en nieve.
El frío de aquel invierno le agradaba, recordándole con profundos ataques de melancolía cómo Rachel, la única mujer de la que había estado enamorado, y él, habían sido felices durante los mejores años de su juventud hasta que la desgracia se cernió sobre ella.
No podía llorar. En lugar de eso fruncía los labios mientras seguía contemplando las llamaradas de la hoguera bailar con el crepitar que su propio fuego provocaba.


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miércoles, 2 de diciembre de 2015

El Altar: Capítulo II



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El sol brillaba imponiéndose en todo lo alto cuando el reloj avanzaba cerca ya del mediodía.
Había sido una mañana muy divertida para Anna, su novio Jose y sus amigos Peter y Nadya.
En Esterri, una sola carretera principal atravesaba el bonito poblado en dirección a las montañas del norte. Ellos se encontraban de nuevo en una terraza de un bar acogedor tomando café e infusiones bien calientes, pues el frío, pese al sol que bañaba sus rostros, era intenso. Todos excepto Peter, al que la tercera cerveza ya se le estaba empezando a subir a la cabeza a juzgar por la calidad y frecuencia de los chistes que se le estaban ocurriendo. Habían comprado carne más que suficiente como para alimentar a medio regimiento, y la idea era acudir a una barbacoa junto a unos amigos que se hospedaban en un camping cercano.

Anna era una chica morena cuyo pelo acariciaba sus hombros, siempre muy bien alisado y con un flequillo que hacía que sus dedos de clara piel lo estuviesen manipulando constantemente. Eso volvía loco a Jose, que por mucho que llevasen ya cerca de una década juntos la seguía deseando con pasión. Nadya sonreía dando golpecitos cómplices a su novio Peter cada vez que pillaba a Jose con esa mirada especial, entre obsesiva y perdida en el el gesto de su amada.
– Parece que hemos tenido suerte. – Comentó en un instante de la conversación Nadya, de pelo largo teñido con tonos negros azulados y rostro de piel morena y marcados pómulos, mientras con la mano en la frente dirigía su mirada al cielo soleado.
Jose se mofó, señalando a un lugar a espaldas de Nadya antes de hablar.
– ¿Has visto lo que se acerca por allí? – Anna emitió un alarido exagerado al darse cuenta de los inmensos y negros nubarrones que avanzaban desde una de las cumbres nevadas que divisaban no tan lejos de Esterri.
– ¡Lo que se acerca por allí es mi cuarta ronda señoras y señores! – Peter alzaba las manos con el signo de victoria riéndose a carcajada limpia mientras la camarera depositaba frente a él una pinta espumosa bien fría. – Nadya sacudió la cabeza con una mueca de desaprobación en los labios mientras se acercaba a las posición de Jose para, dándole la mano a su amiga, exclamar de modo parecido al ver el espectáculo que el cielo estaba preparando.
La camarera, que esperaba a que Peter encontrase su cartera, comentó que habían previsto tormentas para la noche.
– No deberíamos acabar muy tarde de la barbacoa, chicos, no quiero conducir bajo un temporal de noche. – Anna pronunciaba esas palabras mientras apartaba ya su vista del cielo para posarla en algo que había llamado su atención desde el primer momento que lo había visto.
Se trataba de una gran y antigua iglesia que, según le habían informado los lugareños, permanecía cerrada desde hacía ya mucho tiempo.
Sintió de repente un escalofrío, y mientras sorbía un trago del café con leche caliente, desvió totalmente su atención a Peter, que haciendo el payaso se caía de su silla tirando la pinta por los aires.

Conduciendo en dirección opuesta a las montañas, Quim Gascón, detective privado, se dirigía al pueblo vecino, La Guingueta, donde al parecer una chica había desaparecido la noche anterior.
Pasó junto a un grupo de jóvenes preguntándose que haría uno de ellos tirado en plena calle riéndose, pero tan solo reparó en ello un instante pues se encontraba plenamente concentrado en el caso.
En sus casi cuarenta años de servicio, esos pueblos de los pirineos habían sido sitios tranquilos para todo aquel que en ellos viviese o simplemente visitase, pero no siempre fue así.
Cuarenta años atrás su pareja de por entonces también desapareció para nunca ser encontrada. Si Quim era detective, se debía a esas desapariciones que acontecieron en el pasado.
Fueron siete en total contando todos los pueblos afectados.
Siete desapariciones y ninguna conclusión. Ningún culpable.
La vena del cuello de Quim comenzaba a mostrar su palpitación visiblemente, mientras algo rojo en la piel de su rostro apretaba sus manos con fuerza al volante.
Pensar en Rachel le provocaba una mezcla de ira y tristeza que siempre le costó controlar.
Quizá solo él viese la relación entre las desapariciones del pasado y esa en concreto del día anterior, pero no iba a descansar hasta que ese caso fuese resuelto.

Al llegar a La Guingueta desde la misma carretera vio el puente ya acordonado.
Unos coches de policía se encontraban aún en el camping donde se encontraba la familia de Nuria, la joven desaparecida.
Quim detuvo su automóvil en las inmediaciones del camping e inspiró profundamente.
Era hora de empezar a trabajar.


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jueves, 19 de noviembre de 2015

El Altar: Capítulo I



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Sus pasos dejaban profundas pisadas en la capa de nieve que cubría la carretera al salir del camping.
Exhalaba vapor por la boca mientras se cogía el abrigo para ajustar bien el cuello a su piel.
Nuria no se dirigía a ningún lugar en concreto en aquella fría noche de invierno, sino que víctima de una melancólica tristeza vagaba esperando sin esperar alguna señal.
Su interior la anhelaba de modo inconsciente, mientras ella seguía su avance por la acera nevada de la carretera que comunicaba La Guingueta con los pueblos más cercanos, que escalaban los pirineos ofreciendo a los visitantes encantadores lugares donde hospedarse, descansar y saborear una buena comida.

Nuria esa noche había comido en el restaurante del camping donde ahora todos descansaban, en una pequeña caravana de perfectos acabados de cálida madera en su interior.
Ella había pedido unos espaguetis a la boloñesa sin demasiada hambre, y había tratado de mostrar buena cara mientras su hermana pequeña devoraba pedazos de jamón y queso rebozados con carne y, mientras su madre saboreaba una ensalada, su padre saciaba su estómago con un entrecot al punto que sangraba por todas los lados.
El color blanquecino de la sangre aguada que escupía la hizo cambiar de opinión con respecto a poner buena cara, y pidiendo permiso, decidió esperar fuera mientras fumaba un cigarrillo a que todos acabasen para ir a dormir.
Ya en la caravana, había dicho que iba un momento al baño, pero se había abrigado bien y decidió sobre la marcha emprender el paseo en el que se encontraba inmiscuida.

El croar de unos sapos la sobresaltó a la altura del puente del pequeño, muy pequeño pueblecito.
Había visto a esos bichos con anterioridad.
Algunos eran grandes como sus dos manos juntas.
Encogiendo los hombros, se dejó llevar y emprendió el camino hacia el puente, donde había un bonito mirador ubicado previamente a la bifurcación donde dos caminos se separaban conduciéndote al interior de la montaña que presidía todo aquello.

No sabía muy bien qué hacía allí, exhalando vapor, algo encogida y asiéndose con fuerza la chaqueta, con la mirada puesta en un río tranquilo que descendía desde las altas montañas del norte hacia el interior del territorio que consideraba su hogar.
De modo que se puso a recordar, días de aquella estancia, días pasados de otras aventuras en esas tierras, y días que quizá nunca tendrían lugar.
Las risas de su hermana mientras ella y su madre la empujaban cuesta abajo por las nevadas praderas del camping.
Trineos sobre caminos de hielo que hacían que el fuerte viento al descender te helase las facciones.
Amigos y algún que otro lío con la gente lugareña o visitantes a alguno de los dos campings del lugar, o al pequeño hotel que no por ello perdía encanto dado que era uno de los lugares más acogedores y cálidos del lugar.
Alguna vez habían cenado allí, con amigos de sus padres.
Y más hacia el norte, en los pueblos vecinos...

De pronto el silencio a su alrededor se hizo pesado.
Nuria se encontró a si misma emergiendo de sus pensamientos mirando a las estrellas, pero su cabeza estaba gacha.
¿Cómo podía ser?
Claro, tonta, pensó. Se reflejaban en la plácida superficie del río.
Pero ya nada era lo mismo.
De los fríos recuerdos donde difícilmente se logra dar con el latido de lo pasado, se encontró no solo pensando en su perro fallecido el año pasado, sino con más personas.
Personas de su familia a las que echaba mucho de menos, y que de pronto sentía a su lado, como si unos brazos invisibles acariciasen su espalda.
El silencio dejó de ser pesado cuando su entorno se llenó de magia.
Primero una farola a lo lejos.
Luego otra. Y otra.
Así hasta apagarse todas en un sorprendente efecto dominó.
No se extrañó.
Sonreía al verse completamente rodeada en la oscuridad por estrellas bajo y sobre ella, amparada por esa sensación de cobijo que tan solo obtenemos del calor de la vida y la comprensión de un acompañante en el viaje continuo que representa la existencia.

Aunque de pronto, algo le arrebató cuanto era suyo.
Primero las estrellas dejaron de ser algo más que meros puntos brillantes que la rodeaban.
Después el peso de la más absoluta soledad cayó sobre Nuria, que desesperada se giró para no ver más que una alta y fina sombra acercándose a gran velocidad.
Tras eso solo sintió una cosa.
La gélida garra que atravesó la carne de su cuello precediendo a unas fauces que con su lenta e hipnótica aproximación no provocaron más que su súbito desmayo.
El silencio ahogó el intento de grito de la única chica que había estado en el puente, y mientras su cuerpo era arrastrado dejando un surco rojizo en la nieve, el croar de los sapos fue todo cuanto pudo escucharse, invitando a los que allí dormían a proseguir con su viaje onírico.


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jueves, 24 de septiembre de 2015

La tienda de vírgenes: Capítulo II



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Robert Forrester daba vueltas y más vueltas a un comedor en el que nada ocurría.
Los gritos provenían de la habitación de Emily y Paul, donde al unísono declaraban a la oscura noche su malestar onírico.
La pequeña aún no se había alterado, al menos de un modo sonoro.
Del piso de enfrente nada había cambiado, salvo que paulatinamente se había ido iluminando de una tétrica luz blanca que revelaba su interior abandonado y desordenado.
La figura de la virgen parecía llorar como la mayor de las de la tienda, salvo que las caricias del pulgar de Robert sólo revelaban que aparentemente se trataba de una alucinación.

De repente la neblina fue manando del suelo del piso de enfrente.
En cuestión de pocos minutos había cubierto el espacio que había entre su ventana abierta y la del lugar donde se encontraba.
Comenzó a tomar extrañas formas, al mismo tiempo que Emily y Paul gritaban ya con todas sus fuerzas. Pronto despertarían, bien por ellos mismos bien por su hija, que ya comenzaba a gemir.
Robert disponía de poco tiempo.
Primero, pesadillas.
Luego, alucinaciones en torno a la figura de una virgen.
Finalmente, delirios entre una niebla que parecía tan real como el tacto del sofá que Robert acariciaba mientras contemplaba atónito la forma que ésta había decidido elegir definitivamente.

Era la figura de Matthew, su amigo de infancia poseído por un Gärgólum.
Empotraba sus manos en la ventana golpeando para poder entrar.
Robert abría sus ojos de par en par cuando una mano en su hombro le produjo un gran sobresalto.
Al mirar de donde provenía, vio a Emily con su hija en brazos, tratando de apagar su llanto en plena madrugada.
Robert tartamudeó un poco y, finalmente, señaló una ventana que únicamente ya era eso, una ventana que daba a una noche sin luna.
No había ni rastro de la luz que iluminaba el piso de enfrente, ni del llanto de la virgen que lo miraba solemne desde su altar, ni por supuesto de la neblina que había adoptado la única forma que podía sacar de su concentración constante a Robert Forrester.

– ¿Y bien, ha descubierto algo? – Emily miraba a Robert con los ojos inyectados en sangre. Para ella tampoco se había tratado de una noche agradable.
Robert repasó los acontecimientos y súbitamente algo le empujó en una clara dirección.
– Debemos ir a la tienda lo antes posible.
– ¿A la tienda de vírgenes? Por supuesto, ningún problema. – Emily mecía el cuerpo de su hija mientras veía como Robert se ponía su sombrero y, tocando la parte frontal, se despedía de ella mientras los gritos de desesperación de Paul aún llenaban la estancia.

A primera hora de la mañana la luz de un intenso sol bañaba las calles del pueblo que Robert llevaba años peinando en busca de lo que se había convertido en su gran enemigo desde lo ocurrido en el pasado con Matthew.
Al entrar en la estrecha calle donde la tienda de vírgenes ya debería haber abierto sus puertas, Robert se sorprendió un poco de que Emily ya se encontrase frente a ella con su hija en brazos.
Se saludaron y Robert, percatándose del serio rostro que la mujer presentaba, decidió no demorar ni un segundo lo que tenía en mente.
Al entrar en la tienda empujando la puerta, unas campanas advirtieron de su presencia a un hombre de mediana edad que los recibió con una amplia sonrisa.
– ¿Que desean? – En su rostro había algo de pícaro, quizá por su entrecerrada mirada oscura mezclada con una piel blanca casi como la nieve. Vestía pantalón negro con zapatos de igual color, mientras una camisa blanca y negra de manga corta lo cubría excepto por sus brazos y su cuello.
Robert repasó el interior de la tienda, antes de contestar.
El plan estaba funcionando, puesto que el dependiente se veía obligado a responder a todas las inquisiciones de Robert, en lo que en realidad se trataba de algo preparado meramente para distraerlo.
Robert supo que el dependiente era el propietario del negocio, y que no le iba nada mal ahora que sus figuras se habían labrado una excelente reputación en el barrio.
– Muchas desgracias acontecen en estos días oscuros... – El dependiente se interrumpió al escuchar una simple nana que Emily, abstraída de todo cuanto ocurría, tarareaba a su pequeña.
Fue solo un instante lo que tardó en recuperar su porte elegante y continuar su discurso, pero fue más que suficiente para un Robert al que se le había acelerado el corazón.

Años atrás la traumática experiencia de su amigo le había forjado un destino claro.
Ahora se reencontraba ante un ser que ante el canto de una simple nana reaccionaba emitiendo un tono rojizo de nacía del interior de su piel.
Gärgólum, pensó, mientras proseguía su conversación tratando de no despertar sospecha alguna y poder así salir de la tienda sin levantar sospecha alguna.


Continuará...

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lunes, 21 de septiembre de 2015

La habitación solitaria en el castillo de Luz



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Hubo una vez un reino en el que dos personas caminaban libres de toda carga.
Un príncipe y su princesa ensalzaban su amor a diario sorprendiendo a todo el pueblo que continuaba con sus vidas casi cegado por un nuevo sol que irradiaba felicidad allí donde tocase.
Así fue como decidieron entre todos construir un inmenso castillo donde albergar lo más importante con lo que se habían topado: El amor entre dos jóvenes que, puro y sin límites, habría de ser el centro de las actividades del reino de Luz.

Luz prosperó mientras se edificaba el castillo.
El señor y la señora caminaron por sus largos pasillos noche y día hasta que estuvo hecho.
Se trataba de algo tan inconmensurable como aquello que los unía.

Pero la felicidad no duró lo que tenían previsto.
Dos inviernos pudieron ver antes de que una sombra hiciese del cielo algo oscuro. Primero frío y vacío de esperanza. Luego de negros nubarrones que escupían rayos. Finalmente amenazador.
De ahí surgió el dragón.
Emergió de entre esas nubes una noche en la que toda Luz se encontraba en pleno festejo de la prosperidad de la pareja real y el reino.

Arrasó con todo a lo largo del doble de inviernos que los que habían conocido la felicidad.
Durante cuatro inviernos, la sólida roca de un castillo para el cual no se había contemplado defensa alguna, conoció el fuego a partir de las constantes embestidas de un inmenso dragón que, con suma crueldad, arrasaba los cuidados interiores del castillo en los que el príncipe y la princesa tanta dedicación y cuidado habían puesto.

Quedó apenas una fría estructura de piedra en pie.
De todo el castillo, de todo el amor, una vez más, desnuda y lastimada, quedé yo.
Me llamo Mya y soy el corazón del príncipe.
Todos se fueron menos yo.
Llevo dos inviernos llorando lo que aconteció al final de la época del dragón. El príncipe puso fin a su vida, todos los vimos, sí, pero éste no se desplomó, sino que huyó.
Huyó a tierras lejanas fuera del reino, donde negras montañas quedaron custodiadas por su existencia prohibiendo la salida y entrada de éste.

Dicen que el príncipe enfermó indefectiblemente tras la aparición del dragón, y que incluso tras su expulsión quedó marcado por aquello, olvidando todo cuanto un día caracterizó Luz.
La esquiva luz de Stela”, texto sagrado, quedó en eso, en un texto incuestionable de días que ya nunca habrían de regresar.
Yo lloro todas las noches en la habitación del príncipe y la princesa aguardando su llegada.
Pero nunca pasan de las típicas celebraciones en el interior del castillo.
Ya no pasean en dirección a la habitación de su amor donde tantas obras surgieron del pueblo en su honor.
A veces les oigo venir, muy cerca, pero discutiendo como desconocidos incapaces de mirarse a los ojos y comprender.
Me duele sin medida, y mientras el tercer invierno tras la expulsión del dragón se cumple, el cielo nunca ha dejado pasar el sol.
Ese sol imposible que una vez cegó durante más de dos inviernos al reino de Luz, ha desaparecido mientras mi príncipe trata una y otra vez, sin descanso, de recordarlo invocándole.
Creo, sin embargo, que está solo en su cometido.
En el pueblo se rumorea que aquello en verdad nunca existió, y que todo nacía de la mente enferma de un desquiciado que acabó por invocar al dragón.

La piedra de mi habitación es fría y está teñida de la oscuridad que dejaron las llamaradas del dragón a su paso.
Vivo aquí por voluntad propia, pero hoy he hecho una excepción.
He salido y he ascendido por el castillo en ruinas para ver en perspectiva el reino de Luz.
Negros nubarrones cubren el cielo.
El frío se cuela adentrándose en todos sus rincones.
Y siento en la lejanía, en las montañas de la frontera, el silencioso aullido de una bestia dormida a la que supuestamente se le dio muerte.
No se si quiero que despierte y regrese para quemar a todo este maldito reino que tan poca memoria ha demostrado tener, o ansío que el príncipe regrese con la princesa a su habitación para reactivar la ilusión y, con ella, la reconstrucción.
Mis pensamientos son confusos.

Aprieto los dientes mientras algo me serena por dentro.
Los sentimientos siguen siendo los mismos.
Pero se acerca el tercer invierno desde la expulsión del dragón.
Es tanto tiempo...

En la impresionante longitud de uno de los pasillos del castillo del reino de Luz, Mya camina cabizbaja adentrándose en su habitación. Cierra la puerta y tararea algo, luego se pone a llorar y se acurruca en el suelo.
Lejos, un dragón dormido abre un poco uno de sus ojos de color fuego.
Ambos sufren y se comprenden, mientras el príncipe que los creó bebe sin descanso con la mente puesta en una reconstrucción que tan solo parece acontecer cuando la princesa visita cordialmente lo que una vez fue su hogar.
Visitas fugaces y vacías de sentimiento.
Algo que no impide que Luz luzca oscura.
Algo que no impide que el frío continúe instalándose... Mientras el tercer invierno se acerca implacable torturando a Mya e interrumpiendo el sueño del dragón.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

La tienda de vírgenes: Capítulo I



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Emily despertó súbitamente de madrugada.
Su pequeña niña lloraba de modo histérico.
Se levantó sin dilación no sin dejar de mirar de reojo al piso abandonado que veía desde su balcón mientras mecía con algo de nerviosismo a su hija entre sus brazos.
Paul gemía en la cama, sin parar de moverse.
Desde que se mudaron a ese piso, las noches habían sido una auténtica tortura. Y lo seguían siendo.

En su sueño Emily se encontraba medio despierta en la cama, siendo su pasillo mucho más largo y tenebrosamente iluminado de lo que en realidad era.
Se había despertado súbitamente porqué recorriéndolo lentamente, al fondo de éste, un hombre de rostro borroso había aparecido para acercarse a ella de un modo terrorífico.
Ambos habían detenido su paso al cruzarse, y el aire que exhaló la aparición en el oído de Emily la hizo despertar bruscamente.

En su mente solo quedaba el recuerdo de un piso inmenso y tramposo, como cada madrugada al despertar. Las pesadillas apenas le permitían dormir unos pocos minutos seguidos, en los que encontrándose dentro de la trampa del piso onírico, trataba desesperadamente de regresar a una realidad de la que su marido, Paul, también estaba siendo privado.

Pero fueron los gritos de la niña en plena noche lo que más convenció a Emily de pedir ayuda a un profesional.
Un tal Robert Forrester, lugareño de la zona, figuraba en la guía como un experto ocultista a muy buen precio.
Emily miraba fijamente a la ventana del piso abandonado que tenía enfrente mientras asía con fuerza el teléfono en su mano diestra.
Parecía como si de allí surgiese una especie de neblina en ocasiones, que distorsionaba la oscuridad que albergaba la vivienda apenas un palmo dentro de su macabra estancia.

El timbre sonó a la semana de sufrir Emily y su familia aquellas terribles pesadillas.
Cuando vio a Robert, Emily se sorprendió de lo joven de su aspecto, aunque sus ojos no mentían.
A buen seguro aquel hombre había estado expuesto a situaciones límite como la suya en multitud de ocasiones, otorgándole la mirada de aquel que sabe con qué trata.
– Buenos días, señora. – Robert se quitó el sombrero haciendo una pequeña reverencia.
Al dar sus primeros pasos en la casa, Robert pensó en lo tedioso de dedicarse a algo en lo que creía con la simple intención de echar abajo su leyenda. Los fantasmas nunca habían sido para él algo a tener en cuenta seriamente.
Cuando entró en el comedor, en cuya ventana ya pudo ver la pavorosa imagen del tétrico piso del cual le había hablado su clienta, Emily, no se detuvo en exceso a contemplar la estampa.
En lugar de eso echó un amplio vistazo al interior de la vivienda en la que se encontraba, hasta detener su mirada en un altar improvisado con algunas velas en el que la figura de una virgen se erguía de las pequeñas llamas llorando mientras abrazaba a su retoño.
Cuando Emily se percató de lo fija que mantenía Robert su mirada en la figura, le comentó su origen.
– Se trata de una virgen que adquirimos en una tienda de esta misma calle, señor Forrester. Pensamos que antes de entrar aquí haríamos bien en hacernos con una de estas figuras que tanta calma inspira.
– ¿Podría pasar aquí la noche, en el comedor? – La pregunta de Robert pilló por sorpresa a Emily, que abrió la boca para justo después verse interrumpida por el sonido de la cerradura abriéndose. Paul había llegado de su jornada matinal.

Cuando Emily y Paul hubieron hablado lo suficiente, comunicaron a Robert que no habría ningún problema en que pasase la noche junto a ellos, con la esperanza de que éste diese con alguna clave en relación al piso de enfrente, al que achacaban sus malas noches.
Robert les dijo que regresaría a su casa a por unas cosas, y que regresaría antes del anochecer para ponerse en faena. De reojo miraba la figura de la virgen, que le causaba la sensación de sentir los latidos de su corazón fuerte en su sien.
Cuando se despidió y pisó la calle sintió un gran alivio, que solo duró apenas unos segundos.
Descendiendo calle abajo se cruzó con la tienda a la que debió hacer referencia Emily, en la que en un cargado escaparate se agolpaban cantidad de figuras, mientras que en otro más pequeño un altar con grandes velas ostentaba a la de mayor envergadura y detalle.
A Robert le pareció mientras caminaba que de sus ojos manaba un hilo de sangre.


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