sábado, 29 de noviembre de 2014

Un vuelo sin alas



Volaba.
Sentía la fuerza del viento golpear su cara e invitaba a un ficticio Dios personalizado del mismo viento a incrementar la fuerza de éste.
Mientras boquiabierto sentía la magnífica sensación de despegue, tan solo tenía clara una cosa.
Debía llegar hasta allí.

El sujeto, un adolescente un tanto peculiar, no imaginaba que su viaje iba a comportar ciertas dificultades. Ya estaban aconteciendo, pero él no estaba dispuesto a verlas cuando allí arriba, a lo lejos, un lugar desconocido aunque hecho de maravillas estaba por descubrir.
Soñaba despierto. A cada segundo, minuto u hora aprovechaba la tesitura para dejar a su mente volar, hasta visualizarse a sí mismo en ese lugar donde la libertad y la felicidad no se trataban de algo ilusorio o pasajero, sino que eran más reales y honestas que todo cuanto conocía hasta la fecha.
El mundo real simplemente era una pista de despegue para él, que tan ciego estaba que aplastaba contra el suelo de dicha pista todo de cuanto iba sabiendo o conociendo.
Decía que no estaba hecho para él.

Volaba.
Ya con tierra firme bien lejos de él, allí a lo bajo, disfrutaba de un trayecto que no sospechaba había de verse interrumpido.
Finalmente había conquistado las nubes, surcándolas con el ánimo a a su altura, atravesando su neblinosa esencia rumbo a un paraíso que iba tomando forma poco a poco, lenta y pausadamente, pudiendo él ya imaginarlo parcialmente en sus pensamientos.
Hasta que llegó la gran caída. Una, dos y hasta tres veces.

El sujeto, un hombre que tocaba los treinta, había perdido la cuenta del número de crisis psiquiátricas que ya le habían caído encima. Solo sabía que, llegado cierto punto de la recuperación, sentía el recuerdo de que todo en verdad era una pista de despegue desde la cual podía llegar a un lugar que, aunque ya difuminado para él, seguía siendo más real y tangible que la triste vida misma.
Sabía también que el vuelo resultaba insostenible, aunque lo achacaba a su cada vez más baja fortaleza mental. Quería dar con el modo adecuado de llegar a su destino, sin más objetivo que el de poder respirar por vez primera con sosiego, para él y para los suyos, que a cada gran caída que acontecía, sufrían sobremanera.
Ya iracundo a unos niveles insufribles, se permitió sumido en su locura personal el hecho de que, si no podía llegar a ese territorio maravilloso, a ese lugar donde el sufrimiento cedía terreno al eterno goce de existir, bien podía ser capaz de traer su esencia al mundo real que ya en numerosas ocasiones había llegado a considerar ficticio.

Volaba.
Plagado de profundas heridas aún por cicatrizar, dejando rastros de sangre por el precioso cielo que surcaba con la vista puesta en un paraíso que ya podía visualizar, sentía sus lágrimas caer al comprender que podía lograrlo. Tan solo se trataba de una mera cuestión de velocidad. Igual que años atrás solicitaba al viento que soplaba en su contra que se atreviese a intensificarse más, ahora rogaba rachas de apoyo. Una gran e inconmensurable racha, más bien.
Y aconteció que en su vertiginoso vuelo se plantó sobre la isla flotante que siempre había intuido y ahora contemplaba atónito.
Pero se abrió un paracaídas.
No soplaba viento alguno, siquiera brisa.
Pero en su lento descender veía como la isla flotante se difuminaba a sus pies, hasta que todo cuanto atravesó fueron espesas nubes que revelaron al ser surcadas una pequeña multitud aguardando en tierra firme para ayudar a esa persona que, por una vez, caía sin estar desguarnecida.

¿Por qué siempre te nos vas?
Eso era lo que le preguntaban al hombre que contemplaba como su intento por traer al plano que todos consideraban real la esencia de su enigmático y paradisíaco lugar de paz espiritual había resultado exitoso en ciertos aspectos.
Por un lado tenía un extracto del curso de los acontecimientos que lo habían ido acercando a ese lugar a lo largo de su vida, a modo de peldaños de una escalera cuyo fin acontecía en una obra, en ese extracto de su mente que había plasmado con sangrientas letras en su último y veloz vuelo.
Por otro lado, sin embargo, un lento periplo por psiquiátricos le confirmó que algo fallaba, pues ni su obra había convencido a nadie de la existencia de ese enigmático lugar, ni la sensación de coronación del último peldaño se había hecho perenne, más bien al contrario.
En un último estadio de locura, había recordado qué era lo que le había hecho caer desde imposible altura varias veces en su vida. La seguridad de que en realidad ya se encontraba en el lugar que deseaba alcanzar, palpar siquiera un segundo, y que eran una serie de máscaras a su alrededor las que le ocultaban la sedante verdad definitiva.
De ese modo transcurrieron unas semanas, ya con el hombre en libertad al fin. Preguntándose éste qué tipo de libertad era esa donde todo el mundo a su alrededor caminaba enmascarado perpetuando su sufrimiento y el suyo propio, una noche se durmió, apenas una hora como iba siendo usual, y voló.

Volaba.
Alcanzaba la isla flotante con facilidad y aterrizaba con dulzura en su suelo salvaje.
Allí le esperaban todos, conocidos y desconocidos, para escucharle hablar. Antes pero la persona que más le apoyó en el peculiar periplo que había estado siendo su vida trató de ponerle a prueba. El psiquiatra quedó satisfecho y se quitó la máscara. La psiquiatría entera lo hizo.
Nunca había habido ningún problema con su mente, y ese proceso que le había conducido hasta el punto de poder volar con tranquilidad hasta dar con el mismísimo paraíso y poner los pies en él, era un proceso que todos, con mayor o menor facilidad, habían de conocer y vivir.
Pero algo no iba bien.
Si bien había puesto los pies en su tan buscada isla flotante, no sentía que su corazón y su alma perteneciesen a aquel lugar.
De modo que se planteó abandonarlo.
Se planteó seguir buscando, pues esas personas no le convencían.
Y esta vez no cayó ni aterrizó, sino que despertó.

El sujeto, un hombre de desconocida edad que trataba de lidiar con unos problemas psiquiátricos que por ahora ganaban la partida, se encontraba en la cama, desde la cual acudió al sofá para, perplejo, frotarse los ojos recordando ese último vuelo que anunciaba la aparición del peldaño definitivo.
Reflexionó.
Más tarde, horas quizá, llegó a la conclusión de que sus vuelos y la escalera estaban enlazados. Cada peldaño, una gran caída.
Cada conquista, un generoso paracaídas de pasajera salud mental que consumía.
Entendió que quizá por esos derroteros iban encaminadas las vidas que danzaban con la locura de un modo abrumador. Quizá ese era el territorio que habría de esquivar para poder hacer aterrizar a su corazón, a su alma temporalmente, en un lugar donde pudiesen respirar en mediana paz. Quizá lo que tendría que haber esquivado desde buen principio era precisamente lo que más había buscado y, en el fondo, diseñado de forma inconsciente.
Un ficticio y demencial destino que, aunque noble, había condenado a su mente a un vuelo peligroso e irreal. Un vuelo sin motivo racional de caro sufrimiento. Un vuelo con escalas en peldaños imaginarios en una infinita y tramposa escalera.
Un vuelo sin alas.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Un ángel en la lluvia



El sol golpeaba fuerte sobre el asfalto que pisaba Richard. Con lentitud, extrajo un impoluto pañuelo de su bolsillo y secó su empapada frente de negra piel.
Richard impartía filosofía a adolescentes en uno de los colegios locales, mientras que el resto del tiempo lo pasaba con su familia, su esposa Valentine y Caorline y Edward, sus dos hijos.
Valentine enfermó el pasado verano. Le resultaba extraño que en pleno otoño aconteciese un día tan caluroso, aunque así era. Rara vez podía quitarse de encima las palabras del doctor cuando hubo concluido la exploración. Seis meses, a lo sumo, de vida. Habían pasado tres y Valentine ya comenzaba a flaquear, a perder visiblemente energía.
Caroline y Edward parecían intuir la desgracia que se cernía sobre su familia, aunque nadie les había contado aún nada. Querían pasar una última navidad juntos, saborearla al máximo para que a los pequeños pudiesen recordarla con cariño. Ese era el plan.

El maldito plan. Richard tapaba el sol con su mano derecha para preguntarse si realmente allí arriba, en alguna parte, había alguien encargado de mover lo que para él, o ella, o eso, debían ser las fichas del tablero. Maldecía para sus adentros una y otra vez.
En ese caluroso día Richard no había terminado de impartir su clase. El tema que trataba era la necesidad de pensamiento reflexivo en una sociedad cada vez más superficial. A media clase, transcurrida media hora en la que no había parado de hablar con la mirada perdida en el vacío, Richard cayó en la cuenta de que la mitad de sus alumnos jugaban con sus videojuegos, y que la otra mitad manejaba sus móviles. Reflexionó que no sabía cuánto tiempo llevaba repitiendo ese patrón, hablar sin prestar atención a sus alumnos, y dedujo que posiblemente pocas semanas después de recibir la noticia de lo de Valentine en verano.
Meditabundo, Richard había cogido su chaqueta, su maletín y había abandonado el aula.
Había abandonado el colegio.
Y ahora quería abandonar el pueblo.
Quería abandonarlo todo, en realidad.

No cayó en la cuenta a lo largo del largo camino que recorrió de que el cielo se había visto cubierto por unos amenazadores nubarrones oscuros.
Suspiró, e inició el camino de vuelta hacia su hogar.
No pudo evitar que le pillase la lluvia. Aceleró el paso cuando ésta se intensificó, ya cerca de su casa, en un conjunto de calles que solían estar usualmente salpicadas por tráfico y transeúntes, pero que en esa lluviosa tarde de otoño carecían misteriosamente de todo ello.
Vio a un hombre en medio de la carretera, vestido de negro aunque de blanca piel, mirándole fijamente. Dándolo por algún tipo de desequilibrado, Richard continuó con paso firme su camino. Hasta que se lo topó de frente en su misma acerca. Era prácticamente imposible que ese hombre hubiese cubierto esa distancia en los instantes que habían transcurrido, pero más anonadado lo tenía el hecho de que, más que blanca, su piel era casi brillante.
– Hola Richard. – Dijo el misterioso desconocido. No parecía importarle que los dos se encontrasen desguarnecidos bajo la lluvia.
– ¿Quién es usted? ¿Qué desea? E... E... Espere – Richard balbuceó nervioso. – ¿Cómo sabe mi nombre? – El rostro de Richard era el vivo reflejo de la perplejidad.
– Puedes tutearme, amigo. ¿Por qué no damos una vuelta y hablamos de Valentine? – En ese punto los ojos de Richard se abrieron como platos.
– ¡Si es algún tipo de broma piense que voy a demandarle! – Richard apartó al hombre de un empujón y siguió con su camino. Pero lo que dijo detuvo su paso.
– ¿Igual que antes cuando, abandonando el pueblo en dirección a las montañas, querías demandar al cielo hubiese lo que hubiese allí? – Tras esas palabras, el hombre dejó ir una carcajada.
Richard se giró y con mirada atónita dijo, – ¿De qué va todo esto? – En ese punto, mientras la lluvia arreciaba aún más, el rostro del hombre se tornó severo, no así su jovial mirada.
– Va de que eres un buen hombre, Richard. Acude a mi cuando lo necesites. Un filósofo como tú sabrá dar con el elemento.
– ¿De qué me estás hablando? ¿Qué elemento? – Richard comenzaba a estar tan furioso como confundido. Pero no hubo más respuestas, el hombre dió media vuelta y, unos pasos más tarde, giró por un callejón y desapareció, al tiempo que la lluvia cesaba de repente.
De nuevo rumbo a su hogar, Richard meditó y descartó automáticamente las posibilidades de que alguien creyera su historia sin tildarle en el fondo de loco paranoide.
De modo que guardaría silencio.

Transcurridos tres meses, Richard ya no recordaba ese evento. Estaba totalmente volcado en apoyar a Valentine, a calmar el dolor de sus hijos ya informados de la terrible noticia.
A sus espaldas, unas felices navidades con sabor a despedida provocaban que el llanto de Caroline y Edward fuese, si cabe, más desolador y desesperado.
Valentine se ahogaba en su propia sangre.
Richard reprimía el llanto pero no podía controlar que sus ojos brillasen con la ternura que solo el amor desatado puede brindar una vez se cierne una pérdida sobre él.
Se escucharon fuertes truenos.
La noche se iluminaba con la luz que irradiaban los violentos relámpagos.
De repente, comenzó a llover. A diluviar, más bien. Richard sabía que se acercaba el momento. A Valentine ya le costaba horrores respirar, y dejaba escapar horribles gemidos de dolor al hacerlo.
Y Richard rompió a llorar. La abrazó con fuerza e hizo acercarse a la cama a sus hijos.
Era el momento de la despedida.
– Papá, hay un hombre ahí fuera en la carretera. – Las palabras de la pequeña Caroline pusieron en guardia a Richard, que de repente recordó su enigmática velada. Pero cuando miró, solo contempló la lluvia torrencial cayendo sobre el desértico asfalto de su avenida.
– No hay nadie cariño, ven, acércate a la cama, mamá... – A Richard no le salían las palabras. Súbitamente la palabra elemento golpeó con fuerza su mente.
En un acto de locura desesperado, asió en brazos a su esposa Valentine y salió a la calle, avanzó por el cobertizo y se plantó en medio de la carretera, dejando que la lluvia los cubriese a ambos en su manto. La dejó delicadamente en el suelo y se puso a llorar desconsoladamente.
Miró al cielo y, desesperado, gritó, – ¿Qué son mis lágrimas en este diluvio infernal? – Entre sollozos, llego una respuesta a su pregunta.
– Son lo más importante. – Al alzar la vista vio al misterioso hombre, con su misma mirada jovial aunque esta vez de amable rostro, luciendo unas espectaculares alas blancas que dejaron boquiabierto a Richard.
El hombre puso su mano sobre la frente de Valentine y, de repente, como algo mágico, esta pareció volver a respirar con alivio.
– Se que la quieres Richard. Cuanto la quieres. Llévala adentro, cámbiala y déjala descansar un par o tres de días. Se pondrá bien.
Richard obedeció. Con un nudo en la garganta, levantó a Valentine y la llevó de vuelta a casa, no sin antes decir gracias, aunque al decirlo, supo que aunque se girase allí detrás no habría nadie.
Y lo habría todo.
Habría un ángel en la lluvia.

sábado, 22 de noviembre de 2014

La tragedia de Snow


Cuando James despertó, tenía un fragmento de su sueño clavado en la cabeza. Había estado junto a su padre, construyendo uno de los grandes castillos de arena en un atardecer de verano que solían hacer. El castillo tenía profundos túneles, y en sus docenas de picos, incluida la cúspide, lucía un perfecto acabado hecho a partir de pequeños chorros de arena mojada.
No recordaba nada más.

Grace, su mujer, hacía el desayuno en el piso inferior del bonito chalet en el que vivían, y se escuchaban risas en el baño de sus hijas, Shanon y Claudia. El invierno había llegado hacía unas pocas semanas y mirando a través de la ventana James contemplaba como nevaba con intensidad. Era una mañana de sábado, y aunque James no era consciente, en su mente ya se iba perfilando en qué iban a ocupar ese buen día.

Desayunaron todos juntos. En ocasiones James era tan feliz que deseaba comerse a besos a Grace y las pequeñajas. Súbitamente la idea tocó tierra en su mente.
– Chicas, ¿Que os parecería hacer un muñeco de nieve en el jardín? – Dejó ir.
Shanon y Claudia se pusieron como locas, golpeando los cubiertos en la mesa mientras no paraban de afirmar que la idea les encantaba. Grace sonreía, aprobando la idea.
De modo que pasaron la mañana construyendo al muñeco de nieve, primero tres grandes, muy grandes, bolas de nieve para luego dejar volar la imaginación con los atuendos.
La nevada era intensa y constante, y James pensó que había logrado enlazar su sueño de la noche pasada con la realidad al haber hecho ese bonito castillo nevado al que ahora tocaba poner nombre.
Antes de eso, sin embargo, James cayó en la cuenta de que su sueño era más bien recurrente, y que llevaba bastante tiempo teniéndolo, y no solo recordando la construcción del castillo de arena con su padre. Había algo más, algo que tenía en la punta de la lengua constantemente, pero siempre se le escapaba.
Se trataba de algo que le inquietaba. Apartando esa sensación de su mente, entre toda la familia propusieron nombres para el muñeco de nieve.
Quizá no era el más original, pero la pequeña Shanon lo propuso con tal ilusión que finalmente el muñeco de nieve pasó a llamarse Snow. Lucía cuatro grandes botones a lo largo de barriga y pecho, una simpática y coloreada bufanda alrededor de su cuello, un gorro blanco y rojo como  culminación y una cara diseñada con todo el cariño por Grace y ejecutada con maestría por Shanon que hacía que te entrasen ganas de darle un achuchón con solo mirarlo.
James no cayó en la cuenta de que no tenía fotos de ningún castillo de arena hecho cuando era pequeño, y todos juntos, riendo, entraron de nuevo en casa a cambiarse y resguardarse del frío.

Al atardecer, ya cayendo la noche, seguía nevando. Habían visto unas películas pero no por ello James había cesado en pelear contra su mente para alejar la sensación de mal presagio que la parte desconocida de su sueño recurrente le proporcionaba. Indagaba e indagaba, pero no había manera de acceder a otra parte que no fuese la que cada mañana, desde hacía un tiempo, recordaba con claridad.
Cuando la oscuridad inundó la calle, se encendieron puntualmente las luces de navidad de la casa de James y Grace. Las niñas, gritando, anunciaban que era la hora de salir a jugar.
Ya los cuatro en el jardín nevado, pasaron un buen rato tirándose bolas de nieve, bailando alrededor de Snow, que a la luz del precioso conjunto de luces que la casa emanaba, sonreía impávido, con rostro alegre pero mirada oscura, como si de algo importante careciese, mostrando a James una visión parecida a aquello que llevaba sin éxito todo el día tratando de recordar.
Disfrutó de la noche sintiéndose vigilado, pero disfrutó.
Y es que, ¿A quién podría costarle alejar un mal presagio contemplando el precioso rostro de Grace irradiando felicidad junto a dos auténticos tesoros en un paisaje lleno de armonía? Con esos pensamientos bailando una delicada danza en su mente, ya con todas durmiendo, James apuró su whisky frente a la chimenea y se dispuso a irse a dormir.

No despertó al día siguiente. Despertó tres días después.
Al día siguiente Grace y las pequeñas habían ido al centro comercial a pasar la mañana, puesto que James no se encontraba bien. No solo estaba enfermo, sino que había recordado en que consistía la parte del sueño que tanto le inquietaba y no lograba visualizar. Se trataba de él, sentado de pequeño en la arena, solo ante el castillo, contemplando como las olas de un mar que se aventuraba paulatinamente hacia la pequeña playa lamían la base de éste, inundando los túneles y degradándolo poco a poco, muy lentamente, hasta que no quedase rastro de él.
Todo el proceso de un modo inevitable. Frío y melancólico. Nostálgico y cruel.
James despertó a los tres días porqué tras la llamada en la que le informaron de que su familia había muerto en un accidente de tráfico, se arrastró como un muerto viviente hasta que pasó el entierro y se hubo bebido prácticamente todo el whisky que reservaba para las reuniones familiares de esas fatídicas navidades.

Cuando despertó al tercer día, James salió al jardín y se plantó frente a Snow. Le aguantó la mirada y maldijo para sus adentros. Pasó día y noche, casi montando guardia, contemplando como con el transcurrir del invierno y la llegada de los días soleados a aquel bonito pueblo norteño, provocaba de que el muñeco de nieve de su familia fuese derritiéndose lenta pero constantemente.
Era infinitamente más doloroso que la sensación que le invadía cuando recordaba su sueño del castillo de arena, aunque compartían los mismos ingredientes.
A medida que se iba formando un charco en la base de Snow, que avanzaba en forma de riachuelo hacia los pies de un James que se encontraba sentado frente a él, las primeras lágrimas brotaron de sus ojos, para en pocos segundos dar rienda suelta a una cascada que hizo que sus lágrimas salpicasen el lago que representaba el alma de Snow, generada a partir de toda la ilusión de su familia ya desaparecida.

Sus sollozos y gemidos le traían a la mente imágenes de Grace, Shanon y Claudia que actuaban como dolorosos pinchazos en lo más hondo de su corazón.
Pasó muchas jornadas de ese modo, sintiendo como su corazón se iba partiendo en trozos ensangrentados de puro dolor.
Hasta que una noche las luces de navidad que aún no había quitado y que siempre encendía trajeron con su artificial aura a su mente una idea, un concepto, que le salvó la vida. Ya cuando tenía pensado encerrarse en su casa, la casa de su familia, para incendiar todo cuanto una vez relució, cayó en la cuenta de la felicidad que le embargó la noche que jugaron todos alrededor de Snow. Eso le llevó a recordar los buenos momentos que pasaba junto a su padre levantando de la nada los inmensos castillos de arena. Y finalmente, comprendió que Grace y sus hijas no se hallaban encerradas en ningún ataúd ni urna, degradándose a medida que el pasar de los años surtiese efecto.
Grace, Shanon y Claudia se encontraban en todas partes. Su belleza, la ilusión con la que vivieron sus vidas perduraría eternamente con el eco de unos recuerdos que nunca perecerían pues habían existido, habían sido reales.
El gran error del pequeño James había sido atarse a la melancolía de contemplar la inevitable degradación de algo construido en un plano mortal. Debió quedarse con el momento, del mismo modo que no debió atarse al derretirse de Snow, multiplicando su dolor hasta puntos imposibles donde solo la pena del suicidio otorga consuelo.

Comprendido eso, con su familia siempre en su corazón, James quitó las luces de navidad y se fue a dormir.
Soñó con castillos de arena vistos desde la base, imponentes bajo una radiante luz solar, con el relajante sonido de las olas a lo lejos. Soñó con muñecos de nieve a los que se les otorgaba alma a través de pedacitos de uno mismo, fragmentos de una ilusión imperecedera que por siempre brillaría en la memoria universal.
Y soñó con su esposa, Grace, y sus hijas Shanon y Claudia, que durmieron abrazadas a él en un lúcido sueño que James nunca, jamás, olvidaría.

martes, 18 de noviembre de 2014

La gran caída






Maldita resaca.
Eso es lo último que dijo William en larga caída que iba a poner punto final a su vida.
Un estúpido error en la escalada de una ladera vertical lo había lanzado al vacío. Sin protección ni cuerda.
No sabía muy bien en qué pensar, si aparecería frente a su mirada ese repaso a sus cuarenta años en cualquier momento o simplemente todo se tornaría negro. Veía alejarse más y más a sus compañeros ladera arriba, todos girados mirándole con cara de pánico.
El cielo lucía un intenso azul, con el sol golpeando fuerte en aquella mañana de otoño.
Ya debía quedar poco, cerró los ojos y se dejó llevar.

Cayó sobre algo mullido. Al abrir los ojos comprobó que era su cama. Estaba en casa.
¿Había sido todo una pesadilla? Recordaba con extremo detalle haberse levantado pronto, el desayuno con sus amigos y la caminata hacia la ladera.
Algo confuso, se propuso ponerse en pie, pero unos pasos lo detuvieron. Sin entender muy bien porqué, se le erizó el vello de los brazos. De repente, allí, en pie pasado el pasillo y ya frente a la entrada de su habitación, un esbelta figura de mujer se mantenía estática.
La oscuridad no le permitía ver bien, pero había algo extraño en el bamboleo que ese cuerpo hacía.
Quiso encender la luz pero, al comenzar a girarse hacia el interruptor, la mujer comenzó a dar pasos muy cortos pero a imposible velocidad. Se dirigía hacia él.

En el lapso de tiempo en el que William recuperaba su posición para tratar de evadir la embestida, con el corazón palpitando desenfrenadamente, las manos heladas y un cosquilleo interior que le impedía incluso respirar con normalidad, la negra silueta se adentró en sus sábanas y comenzó a desnudarle.
No hubiese resultado tan terrorífico de no ser porqué William, en un espasmo, había encendido la luz durante un efímero instante y había podido perfilar el rostro de esa mujer. Podredumbre era lo único que se le venía a la cabeza, mientras lo desnudaba, una y otra vez.
Las artes sexuales de la mujer acabaron con ella, también desnuda, cabalgando a un atónito William. Por un momento éste se desentendió de cuanto había ocurrido, concentrándose en ese cuerpo perfecto que se movía como los ángeles. Ahí estuvo su error, pues no estaba en absoluto preparado para lo que vendría a continuación.
Un fétido aliento penetró en sus pulmones mientras la mujer le besaba apasionadamente, y una risa histérica entrecortada con arcadas emergió de ella cuando se apartó bruscamente. William sintió como el cuerpo de la mujer cambiaba, envejecía, en cuestión de segundos, cuando de repente un río de vómito putrefacto cayó sobre su cara.

Quería gritar, pero no podía. Fue ella quien encendió la luz. Ni siquiera entonces salió un solo atisbo de voz de un William que abría y cerraba la boca desesperado. Nuevas oleadas de arcadas daban lugar a más y más vómito, que la mujer, ahora una anciana de terrorífico rostro, interrumpía para restregar sobre la cara de William a lametazos con un lengua tres veces más larga de lo que William consideraba humana.
Cuando su resistencia al horror comenzaba a flaquear y pensaba que se iba a desmayar, la anciana emitió un sonido que hizo que los pasos en el pasillo se reanudasen. Pero no eran pasos de persona alguna. Una cabra negra entró en la habitación. Le habían arrancado los ojos y salía sangre negra de ellos. La anciana impregnó de vómito los pies y tobillos de William, y cuando éste ya parecía no imaginar mayor horror posible, sintió por todo su cuerpo el latigazo de verse devorado por el animal, que hacía crujir sus huesos para luego arrancar la carne.

Por fin pudo gritar, cerrando los ojos con fuerza, cuando súbitamente sintió una agradable sensación de vértigo, de caída libre. Al abrirlos vio a sus amigos, ladera arriba ya muy lejos, y comprendió que aún se encontraba cayendo hacia su muerte segura, sin acabar de entender muy bien una experiencia que nunca, jamás, olvidaría.
Habían pasado unos pocos segundos, en ellos se había concentrado la visita en su cama de aquel engendro del diablo. Pero William continuaba cayendo. De nuevo puso su mirada en aquel precioso cielo azul, salpicado de pequeñas nubes blancas aquí y allá, y fue al sentir el sol que relajó su cuerpo y su mente de nuevo.
Agua. Un lago profundo de agua dulce. Se ahogaba, de modo que trató de salir a la superficie lo más rápido posible. Al hacerlo, contempló un frondoso bosque que lo rodeaba por todas partes. Plantada en una porción de césped bien cuidada, la caravana que sus padres tenían cuando él era pequeño parecía habitada.
Nadó en esa dirección y emergió del lago, cuya temperatura era ideal.
Al acercase a la caravana se le aceleró el corazón, ya en guardia por la experiencia vivida con la anciana.
Abrió la puerta y entró. Kirsten, su ex mujer, estaba dentro, haciendo tortitas en la diminuta cocina. Se giró hacia William y se le iluminó el rostro. Exclamó su nombre y le abrazó con todas sus fuerzas, besándole. William tenía un nudo en la garganta.
Recordó sus problemas con el alcohol y con ellos el infierno que vivieron Kirsten y él durante toda una década. A medida que recordaba más y más acontecimientos, a cual peor, el nudo en la garganta hizo brotar de sus enrojecidos ojos un manantial de lágrimas, y fue cuando hizo un amago de sollozar, cuando se venía abajo y una extraña sensación de caída libre le embargaba, cuando ella le sujetó.

Le propuso desayunar bien para ir a dar una buena vuelta. William estuvo de acuerdo. En el desayuno no faltaron risas, pues parecía ser que una importante parte de los buenos recuerdos a William se le habían olvidado, enterrados en un mar de alcohol que nunca paró de crecer.
Hablaron de la trágica muerte de los padres de William, víctimas de un accidente de tráfico a manos de un borracho al volante, hablaron de Jenny, la hermana de Kirsten, con la que William había engañado a su ex mujer cuando todo estaba más difícil.
Aunque también hablaron de su primer piso, cuando jóvenes e ilusionados compartían tantos y tantos días de sonrisasy tantas y tantas noches de pasión. Hablaron de todos los buenos momentos, esporádicos o no, que habían compartido, y poco a poco William se iba alejando más y más del recuerdo de la anciana, al tiempo que la misteriosa sensación de vértigo desaparecía.

Salieron de la caravana para dar una vuelta.
Kirsten estaba preciosa, pensaba William. No entendía como demonios pudo ser tan estúpido como para dejar escapar a una mujer así.
Perdiéndose entre los árboles del bosque, fueron bromeando, sonriendo, avanzando cada vez más hacia un lugar que al parecer Kirsten quería visitar.
Cuando ella dijo que se encontraban ya bien cerca, a William se le aceleró el corazón. Kirsten siempre había sido muy buena con las sorpresas.
Apartaron unas cuantas últimas ramas de árboles y lo vieron, un espigón de roca que avanzaba hasta quedar colgado en pleno abismo.
Pronto ambos lo habían coronado y, cogidos de la mano, contemplaban las impresionantes vistas.
Sin embargo, algo llamó la atención de William. Se trataba de unos sonidos en las ramas de atrás de su posición. Kirsten no se giró, parecía no haber escuchado nada. Pero William, aterrorizado, comprobó como surgía la cabra negra de ojos arrancados dirigiéndose hacia ellos. Pero no era a ellos quien su cabeza enfocaba, ésta apuntaba directamente al sol.
William sintió como la mano de Kirsten ganaba y ganaba temperatura, y cuando se dispuso a sacarla de aquel lugar, ésta se giró hacia él, lo besó profundamente y le susurró al oído que no tuviese miedo, que todo saldría bien, que aún estaba a tiempo.
William se relajó y, junto a su ex mujer, contempló el sol cegador que no tardó en prender sus cuerpos. No era algo doloroso. No como lo imaginaba William. Para él, lo doloroso era ver a Kirsten consumiéndose, rápidamente, para no dejar rastro de ella.
Cuando la cabra avanzó velozmente, William saltó.
La sensación de vértigo regresó, y cuando William abrió los ojos volvió a ver a sus amigos en lo alto de la ladera. No soportaba el agridulce sabor de lo que aparentemente habían sido un par de sueños. No se explicaba como en tan pocos segundos había podido experimentar sendas advertencias, y mucho menos hallándose tan cerca de la muerte como se encontraba.
Miró el cielo, contempló las nubes y el sol, y se dio la vuelta en cuanto vio como la mujer anciana bajaba también en plena caída hacia él transformándose en una bestia cuyas fauces podrían engullirlo con la más pasmosa de las facilidades.
Abajo estaba Kirsten, con los brazos abiertos.

Pensó en lo que había ocurrido, tratando de poner orden en el caos de los últimos acontecimientos en su vida. Recordaba que se había levantado pronto y con resaca para ir a escalar con sus amigos pero, ¿Hasta que punto era cierto todo cuanto estaba ocurriendo?
La realidad de la escalada, la de la anciana y la de Kirsten podían tener validez de un modo individual, pero no colectivo.
No sabía que hacer, cuando de repente recordó.
<<No tengas miedo, todo saldrá bien, aún estás a tiempo>> Las palabras de Kirsten cerca del lago lo sedaban, le quitaban toda la ansiedad y el sufrimiento, pues sabía que si se abrazaba a ella, aunque no pudiese verla ni tocarla, estaría junto a Kirsten de nuevo, aunque solo se tratase de los últimos instantes de su vida que, por lo que había vivido, podían dar mucho de sí.
De modo que recordó su rostro, su mirada, su sonrisa y, cerrando los ojos, dejó pasar los últimos segundos de la caída ladera abajo.
El golpe no se hizo esperar.

– Cariño ¿Estás bien? – Kirsten parecía agotada.
William se vio tirado en el suelo, con la cabeza amartillando continuamente. Se había caído de la cama. Se levantó con dificultad y, esquivando algunas botellas de alcohol frente a la cocina, vio a Kirsten sentada en el sofá, tapada con una manta, viendo la tele.
Se sentó a su lado, temblando.
Y estalló a llorar.

Al día siguiente William no bebió. No bebió nunca más. Su matrimonio se reconstruyó. Y pese a saber que la negra silueta de la esbelta mujer quedaría en su recuerdo, ya no le dio importancia, pues en su triple sueño había escogido un camino, del que ya nada ni nadie le sacaría jamás.


miércoles, 12 de noviembre de 2014

Un amor imposible


Capítulo 1
El encuentro

Ray exhalaba nubes a cada par de pasos que daba. El frío, ya bien adelantada la noche, era intenso.
Frente a él docenas de barracones se arremolinaban de un modo ordenado. Alzando la vista podía ver una espléndida luna llena que iluminaba buena parte de las grandes montañas que coronaban esa tierra.
No sabía muy bien qué buscaba, aunque algo en su interior le decía que estaba en el lugar correcto.
Ya rebasado el cuarto de siglo de edad, Ray se encontraba solo. Se sentía solo, más bien. Sumido en sus pensamientos, casi ni se percató cuando penetró la estructura de barracones con paso firme y decidido.
Mirando a lado y lado, parecía tratarse de un lugar abandonado, puesto que ninguna luz, ninguna fuente de calor, parecían hallarse allí. Salvo cuando su vista se posó en la quinta calle, que parecía relucir de un modo especial. Se apresuró hacia ella y ya en la esquina, al girar la vista, vio un farolillo que iluminaba un cartel donde se anunciaba con estilo que el local se trataba de una taberna.
No tardó en llegar a la entrada y subir un par de escalones para, con algo de ímpetu y algo de indecisión, abrir la puerta que daba acceso a su interior.
Una música relajante invadía el lugar, donde los presentes discutían pacíficamente en la amplia distribución de mesas. Algunos tomaban grandes jarras de cerveza, otros optaban por té, y así una amplia variedad de bebidas.
Ella era la única que tomaba whisky, sola en la barra.

El camarero lo sobresaltó con una sonrisa y una invitación a que se acercase a la barra.
Mientras se acercaba discernió que se trataba de un whisky que emanaba un sabor afrutado, dulce y duro al mismo tiempo. Ray iba a pedir una cerveza, pero la mujer se le adelantó.
– Lo mismo para él, Experiencia.
Así fue como acabaron los dos minutos más tarde, en silencio y mirando al frente, con sendas copas en la mano. En efecto, la bebida era magnífica.
– Está bueno, ¿Verdad, chaval? – Las risas cómplices entre la mujer y el camarero al que ella había llamado Experiencia se tornaron realmente sonoras.
– ¿De dónde vienes? – Preguntó el camarero.
Ray agachó la cabeza y negó para sus adentros guardando silencio, pues realmente no sabía responder a esa pregunta.
En ese momento, la mujer puso un par de sus dedos en su mentón y le alzó la cabeza para que pudiesen mirarse a los ojos el uno al otro. En el recorrido, el hombre admiró un cuerpo tatuado y lleno de piercings, con cicatrices de quemaduras desde los pies hasta pasados los tobillos, que finalmente no supo si asignar a la silueta de un hombre o una mujer. Pero fue llegar a su rostro, a sus ojos concretamente, y deshacerse sus defensas.
– ¿Cual es tu nombre? – Inquirió la mujer.
– Me llamo Ray. ¿Cual es el tuyo? – Respondió Ray con suavidad.
– Amor me llaman todos... – En ese punto Amor extendió su brazo hacia la copa y la apuró, haciendo una señal a Experiencia para que llenase la copa.
Ray quería hablar con ella imperiosamente, pero no sabía por donde empezar. Su mirada se le escapaba y recorría fugazmente una y otra vez la bella silueta de la mujer. Finalmente se rindió en esas quemaduras que tanto le habían impactado en un primer vistazo.
Fue ella quien se adelantó.
– ¿Quieres saber como me las hice? – Su mirada, fuerte y directa, clara y oscura, le invitaba a escuchar atentamente.
Ray asintió y, sorbiendo un poco del excelente whisky de Experiencia, comenzó a escuchar.


Capítulo 2
Las quemaduras de Amor

Érase una vez una pareja que llegó entre risas a una playa donde comenzaba a caer el día dando paso a los bellos primeros pasos de un largo atardecer.
Yo estaba allí observándoles.
Se buscaban el uno al otro con la mirada de un modo tan torpe que nunca se encontraban, y constantemente ocultaban lo que en verdad querían decir por miedo a hacer el ridículo, dejando así que la vergüenza ganase el terreno que debería pertenecer al arrojo. Se escudaban al amparo de términos como el de la precaución.
Pero el tiempo pasaba en su contra y ellos, pese a no saberlo, lo presentían.
Puesto que yo nací atemporal, no me costaba ver que se trataba de la única verdadera oportunidad que iban a tener de acercarse el uno al otro en todas sus vidas. De modo que los observé atentamente y, en los momentos adecuados, les hice caer en la cuenta de varias cosas.
A un miembro de la pareja le mostré el oleaje, cómo en su lento navegar hasta romper en pequeñas olas podía encontrar la inspiración necesaria como para acariciar de un modo similar la melena del otro miembro.
Al otro le mostré el punto donde el cielo se tornaba de naranja fuego a un precioso y oscuro azulado en el que quedarse hipnotizado y, no conforme con eso, le invité a perderse del mismo modo en la mirada de su acompañante.
Fue sencillo, y exento de palabras, que se fundiesen en un largo beso que les acompañaría durante toda una velada de felicidad.
Ellos me adoraban. Me bendecían. Pero no me querían tanto como se querían entre ambos.
Se fueron de la playa sin siquiera intentar mirarme.
Al año siguiente acudieron el mismo día a la misma playa, donde también me encontraba yo. Trataron de repetir la historia, invocando a mi magia, rogando mi inspiración, pero allí donde una musa puede hacer aparecer un relámpago cargado de iluminación, yo puedo hacer que de un modo definitivo baje el telón.

Uno de ellos había estado buscando el calor que ahora me rogaba ante su pareja en otros brazos, y sin haberlo confesado pretendía reconquistar la sensación que un día le regalé. Esa barrera que había creado, esa pérfida y desleal contradicción en sus actos, despertaron mi ira y, del mismo modo en que un día enseñé a mirar los bellos colores de una mirada a la pareja del infiel, en esta ocasión decidí mostrarle el frío azul de un océano profundo en el que no cabe la esperanza una vez alcanzas esas horas en las que nadar allí se te antoja un gélido infierno.
La comparación con su relación cayó por su propio peso, así como la intensidad con la que, durante un año, había mirado a su pareja infiel.
El dolor, para los tres, era intenso. Yo nunca quiero que las historias acaben, son las propias personas las que les ponen fin con sus actos.
Pero no esperaba lo que pasaría a continuación.
Mientras la mirada del miembro infiel de la pareja se cargaba de ira a medida que la otra persona le apartaba la mirada, yo me puse en guardia al comprender lo que había provocado siguiendo lo que consideraba justicia.
Si bien el calor que me reportaron ambos al verlos enamorados un año antes resultaba placentero, en esta ocasión la planta de los pies me ardía y, desesperada, traté de desvincularme de ese amor falso e inmaduro.
Pero era demasiado tarde.
Se trataba de una de mis primeras experiencias, en las que aún me inmiscuía hasta altos niveles en las relaciones de las personas.
Mientras el infiel, unos años después, acababa por estrangular a su pareja desquiciado por los celos, la pira que había a mis pies prendía, haciendo que las llamaradas me hiciesen gritar de dolor durante días quemando mis piernas hasta la altura de mis rodillas.


Capítulo 3
Un paseo revelador

Ray quedó en silencio tras escuchar la historia de Amor. Tras unos minutos, lo interrumpió.
– ¿Me estás diciendo que a cada desamor que ocurre en el mundo tú sufres quemaduras? – Amor sonrió.
– Eso era antes, al principio de lo que tú puedes concebir como el principio. Ahora las personas llaman amor a muchas experiencias que, la verdad, nada tienen que ver conmigo.
– No te entiendo demasiado bien. – Ray sacudía la cabeza, confuso.
– ¿Por qué no damos una vuelta? – A Amor pareció iluminársele el rostro. – ¡Experiencia, préstale a Ray algo que abrigue, nos vamos a dar un paseo! – Amor se levantó del taburete y se dispuso a dirigirse a la puerta.
Experiencia tendió un abrigo a Ray pero lo asió con fuerza cuando éste iba a cogerlo.
– Buena suerte, amigo, es un privilegio lo que vas a experimentar. – La mirada de Experiencia se le clavaba duramente, finalmente añadió – No olvides echar un vistazo a quienes moran esta taberna.
Ray lo hizo, pero no vio más que una amalgama de personas a cada cual más peculiar.
– Son símbolos Ray, como yo. – Ray no daba crédito a lo que Amor le acababa de decir. Tras eso, ambos abandonaron la taberna.

Media hora más tarde, habían dejado atrás el poblado para iniciar el ascenso de una de las nevadas montañas que lo presidían. No ascendieron demasiado, a cierta altura de la base Amor interrumpió su marcha, de modo que Ray hizo lo propio.
– Recuerdo mucho sufrimiento en mi vida, Amor. Como si por esa razón hubiese llegado hasta aquí.
Mi... Mi... – A Ray no le salían las palabras, no precisamente por el frío.
– Tu pareja te ha dejado. – Amor completó la frase sosteniendo el tembloroso hombro de Ray.
– ¿Es otro de tus fracasos? – Preguntó Ray.
Seguidamente Amor le explicó porqué no se trataba de fracaso alguno por su parte. Le habló de como el miedo a la pérdida puede dar forma a casi cualquier cosa mientras le quita su núcleo, le roba su alma. También de cómo el deseo puede hacer que nos comportemos de modos realmente inesperados que del mismo modo atentan contra la base del auténtico sentimiento que perseguimos. Habló de la cobardía y cómo ésta puede desatar más adelante una ira proporcional.
Le habló de muchos sentimientos, de sus orígenes y sus consecuencias.
De repente, dijo como si nada, – La taberna está vacía.
Ray quedó enmudecido, sin saber qué responder. De repente, se aventuró, – ¿Experiencia? – La risa de Amor resultó bien sonora.
– Experiencia es el primero que quiere estar aquí, Ray. Dime, amigo, ¿Qué ves en mi? – En ese momento cuerpo y rostro de Amor se transformaron en la pareja de Ray, a la que se le antojaba haber visto hace mucho, mucho tiempo, casi en otra vida.
Ray recordó el discurso acerca de los sentimientos, y no tardó en deshacerse del miedo que sentía a quedarse solo. Hizo lo propio con el deseo de que esa persona estuviese por siempre a su lado y, combinados ambos sentimientos, su pareja se difuminó.
– Bien hecho, Ray. – No sabía de donde habían salido esas palabras, pues su pareja no había abierto la boca. Poco a poco, sentimiento a sentimiento, fue apartándolos de esa visión que tenía enfrente y al mismo tiempo ésta se fue debilitando, difuminándose más y más.
Entendió que debía eliminar todo lo secundario para concluir con ese ejercicio que Amor le estaba proponiendo, y al recordar lo que le había dicho acerca de la taberna vacía, usó su intuición para dar con los sentimientos que aún se le escapaban. Le quitó a la visión la esperanza de lo utópico, la ilusión por vivir largo tiempo a su lado, pues ambas generaban una alta dependencia. Le retiró la rectitud y la resolución, con sus sendos toques militares. Y al retirarle incluso la experiencia, que no era más que un bloqueo que Ray aplicaba a la hora de mirarla e imaginarla, su pareja se desintegró, difuminándose totalmente como una suave ventisca que deshace un frágil muñeco de nieve.
Ray se disponía a irse, cuando una voz lo detuvo.
– Sigo aquí. – Ray se quedó estupefacto, no sabía de donde provenía la voz hasta que vio como un punto, una simple partícula naranja fuego flotaba a pocos metros de él, donde antes había estado en pie Amor.
– ¿Qué significa esto? – Preguntó Ray.
Amor le explicó que estaba contemplando su verdadera forma. Algo tan nimio que jamás podría asirse con manos humanas. Algo tan bello que despertaría todos los sentimientos que le darían una forma siempre impura a casi cualquiera que lo mirase. Por mucho que se quisiese hacerlo con cuidado, con mimo, la construcción siempre fallaría por los mismos cimientos.
Pese a eso, Amor le dijo que muchas historias de amor acababan relativamente bien, y que no debía perder la esperanza, a no ser que fuese a ella misma a quien quisiese conquistar.
– ¿Acaso no se te puede amar, Amor? – Ray gritaba, con los ojos húmedos. Amor no tardó en contestar.
– Amar al amor, Ray, es amar a todas las cosas. Entenderlas sin prejuzgarlas. ¿Nunca has amado a un animal? ¿Acaso no amas a tu familia? Son solo algunos ejemplos. Puedes amar a muchas creaciones, de toda índole, sin corromper lo que sientes tratando de darle una forma a tu medida.

Ray cayó de rodillas en la nieve, sollozando.
Echaba de menos a esa mujer tatuada y plagada de piercings que había conocido en la taberna, y ahora se había difuminado para siempre dando paso a esa partícula que ahora secaba sus lágrimas a medida que caían por sus mejillas.
De pronto, sintió una mano apoyarse en su hombro.
Era Experiencia.
– Vamos Ray, es hora de volver.


Capítulo 4
Conciencia

Entraron juntos, Experiencia y Ray, en la taberna del primero. De nuevo estaba a reventar, aunque en esta ocasión el ambiente era más festivo, más ajetreado.
– ¿Qué te dijo? – Experiencia fue directo al grano, mientras abría una cerveza para Ray. Éste, rápidamente, negó antes de que la abriese pidiéndole una copa del whisky que tomó con Amor.
– Ray, os lo acabasteis entre los dos... – Experiencia, cabizbajo, reconocía que ya no tenía más botellas de ese elixir.
– Entonces que sea un té. – Ray miraba a la barra, mientras su pensamiento trataba de eludir el ruido de la taberna para concentrarse en puntos como lo que le dijo Amor acerca de que se quemó en lo que Ray podía considerar el principio.
Reflexionando pensó en la partícula naranja fuego a la que Amor había quedado reducida e imaginó el principio de los principios. ¿Era posible que Amor fuese uno de los desencadenantes del origen de todo cuanto nos es conocido?
– Estás mareando a Ray, Experiencia. – Una grave voz lo sobresaltó por la espalda cuando más sumido en sus pensamientos estaba. Un inmenso hombre de oscuros ropajes se sentó en el taburete que quedaba a la derecha de Ray.
– ¡Conciencia! ¿Qué te pongo, amigo? – Experiencia se alegraba vistosamente de ver a quien, por lo visto, se llamaba Conciencia.
– Lo mismo que a él. – Dijo, sacudiendo la cabeza hacia Ray.

Pasado un rato, ambos tomaban un té rojo en silencio. Fue Ray quién lo rompió.
– He conocido a alguien... A quien es imposible amar sin hacerle daño.
Conciencia respondió rápidamente.
– Entonces déjala ir y sigue tu camino. – Ray lo miró con los ojos bien abiertos y dijo, – ¿Seguir con mi camino? ¡Quiero volver a verla, sentir el calor de su compañía!
– Creo que ya conoces a muchos de los que hoy estamos en esta taberna, Ray. ¿Qué te dijo acerca de todos nosotros? Si es quien creo que es, ya se la respuesta. – Ray en esta ocasión se mostró cabizbajo.
– Me dijo que cualquier intervención de cualquiera de los que estáis aquí la alterabais, la cargabais de imperfección. – Conciencia negó con la cabeza. – ¿Y que es la vida sino imperfección, Ray? Hay que saber amar a la imperfección, albergar la esperanza de que cada día puede ser mejor que el anterior. A mi por ejemplo me encanta sentirme tranquilo, y por eso puse tras la barra a Experiencia, por eso, al enterarme de tu visita, he montado esta fiesta en tu honor.
– ¿Fiesta? ¡Estoy destrozado!
– ¿Y eso por qué? – Conciencia clavaba sus negros ojos en los de Ray.
– ¡Mi pareja me ha dejado! ¡Me lo ha dicho Amor! ¡Y no quiero que sufra dolor por mi culpa!
Conciencia pasó a explicarle que todos sienten dolor a su manera. Que Amor era muy gráfica con su escenificación. Pero que también la vida consistía de otros muchos aspectos.
– Si quieres amar, Ray, hazlo sin reparos. No hay nada de malo en ello. Pero, por favor, a partir de ahora, ya que sabes el camino, no dejes de visitar esta taberna para mantenernos informados y que podamos hablar largo y tendido. Es muy importante para todos nosotros que te mantengas en pie.
Tenemos una sorpresa para ti, ve al servicio y lo entenderás.
Ray obedeció. Al salir, la taberna estaba desierta.
Entraba la primera luz diurna por los ventanales cuando fijó su vista en ellos. Al salir, la brisa matutina le heló los huesos. Se encontraba confundido. Pensó en todo cuanto le había ocurrido. Al recordar la partícula anaranjada en la que se había convertido Amor, se desmayó.
Soñó.
Soñó que estaba en una cama junto a su pareja, también dormida.
Soñó que la partícula dejaba caer algo de su esencia en esa persona tan especial para Ray.
En ese momento se percató de que estaba despierto, y que en realidad había estado soñando con un amor imposible.