lunes, 2 de septiembre de 2013

La princesa de la curva



Raphael era una persona sencilla en su corteza, con una vida merodeando entre lo rutinario y lo superficial. Sin embargo, en no pocas ocasiones su interior había salido a escena a jugarle extrañas pasadas.
Andaba él recordando al volante algunas de ellas cuando, de pronto, un cosquilleo recorrió gran parte de su espalda. No iba excesivamente rápido pero en esa fría y oscura noche invernal levantó casi instintivamente el pie del acelerador.
Su mirada comenzaba a buscar cosas donde no las debía haber, mala señal.
Fue entonces cuando la vio, apenas unas pocas curvas más adelante, curvada y sonriente.
La mujer, ataviada con un empapado vestido azulado que se le pegaba al cuerpo, brillaba como una farola. Lo más aterrador del caso era su desencajada sonrisa, que provocó el volantazo de Raphael.
Una combinación de suerte y habilidad, en ese orden, dejaron al coche en la calzada y a velocidad reducida. Pero también la dejaron a ella adentro, bien lo sabía el hombre.
No tuvo huevos de girar su rostro hacía el asiento del acompañante hasta bien pasado el tramo de bosque donde se produjo el incidente. Cuando finalmente lo hizo, su pulso se aceleró hasta cotas insospechadas, puesto que la mujer lo miraba esta vez severa, con una expresión tan fría como el aura que emanaba su empapado cuerpo.
En su cáscara Raphael sabía que pasaría una mala noche pero al día siguiente retomaría su rutina.
En su fuero interno era consciente de que se había llevado un regalo de la carretera ese día.

Y así fue como pasaron los días, las semanas y los meses.
Se levantaba, desayunaba algo fresco, hacía un poco de ejercicio, se duchaba y salía de su pequeño céntrico piso a la calle. De camino a la fábrica, en contadas ocasiones quedaba con algún familiar para tomar un café.
- ¡Estás en los huesos! - Le comentó su padre en una ocasión. Bien era cierto de que no le sentarían mal algunos kilos de más, pero a Raphael le pareció más bien una exageración de su ya dado a tales labores progenitor.
Otras de las personas con las que perdía cada vez más contacto eran su madre y su hermana, pues de pronto su actitud hacia él se tornó más bien alicaída, depresiva y distante. No le gustaban demasiado los problemas, de modo que paulatinamente fue cerrando el contacto con ellas.
Su turno en la fábrica se lo sabía de memoria, y solo un molesto y extraño pitido lo desconcentraba en muy contadas ocasiones. Él insistía en arreglar la máquina averiada, pero los de arriba parecían saberse de memoria el discurso de la crisis de turno.
La vuelta a casa era un extraño paseo, aburrido, como si siempre se presentasen ante él los mismos desordenados acontecimientos bajo un extraño sol no perteneciente a ninguna estación en particular.
Aunque era el subirse al ascensor lo que daba sentido a su extraña vida.
Era el pistoletazo de salida.
Apenas unos segundos para acariciarse la perilla y comprobar su aspecto, y ahí estaba ella. Podía verla de refilón, nunca con el valor suficiente para girarse o clavar sus ojos en esa fría mirada que el espejo reflejaba.
Los últimos quehaceres diarios le resultaban una auténtica tortura, pues ella se reflejaba en cada superficie dada al caso. Dormía tiritando de frío incluso con la calefacción al máximo, y no encontraba motivo ni momento para explicarle su situación a nadie en particular.
Así pasaron los días, las semanas y los meses.

Un día reunió todo su valor y, afeitándose en plena madrugada, clavó su mirada en la de la mujer.
Lo que vio lo dejó pasmado, era el rostro más bello que había contemplado en toda su vida.
Aún llevaba su empapado vestido azulado enganchado al cuerpo que, poco a poco fue quitándose. A cada movimiento de su cuerpo un pitido se intensificaba, como si la máquina estropeada del trabajo se hubiese mudado a su casa.
Tuvo que llevarse las manos a los oídos de puro dolor cuando el pitido se hizo continuo.
De pronto todo se detuvo, era como si no sintiese siquiera necesidad de respirar.
Y fue al alzar la vista hacia ella, cuando por fin obtuvo una respuesta.
- No sobreviviste al accidente, Raphael. - Le espetó con total naturalidad. - Bueno, en realidad sí, has estado en coma varios meses. - La piel de Raphael hizo un amago de erizarse por completo, al tiempo que trataba de tragar algo de saliva.
Eso explicaba la frase de su padre o las otras muchas de sus amigos, el distanciamiento de su familia o el molesto pitido que le había acompañado, ahora entendía, desde el mismo día que vio a la chica de la curva.
Mentía, esa mujer que tenía enfrente desnuda, quizá no fuese una Diosa, pero sí una princesa.
Lo había matado la belleza personificada.
Se había fijado en él la princesa de la curva.

Ella tendió su gélida mano hacia él.
- ¿Quieres salir conmigo?

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