jueves, 26 de septiembre de 2013

La observadora



Cuando Eva abrió los ojos, fue un paisaje nevado lo que vio.
Todo estaba lleno de barracones, con gente yendo de un lado para otro a toda velocidad mientras unos pocos hombres uniformados gritaban órdenes sin cesar.
La jornada de trabajo no fue sencilla ni agradable. Algunos compañeros incluso se venían abajo fruto del cansancio o las heridas, y eran inmediatamente abatidos por sus captores. No había piedad, era un ilógico cúmulo de desgracias que se sucedían con la frialdad del paso del tiempo.
Estaba, por supuesto, como observadora, y nada de lo que estaba viendo le parecía adecuado.
Salvo cuando llegó la hora de retirarse a los barracones. Ahí vio como la piedad y el buen humor hacían acto de presencia entre sus camaradas. Como se curaban los unos a los otros, como fantaseaban con retazos de su pasado, jugando a componer imaginarias melodías de bienestar y prosperidad.
Eva se relajó un poco, al fin y al cabo no estaba todo perdido.
En un campo de concentración nazi, sentir eso era como poseer un tesoro en tiempos de crisis.
Pronto el joven cuerpo de la pequeña Adah exhalaría su último suspiro, y sería hora de partir de vuelta a casa. A entregar el informe.
No pensaba escatimar en detalles. La crueldad sin sentido con la que se empleaban los nazis no podía pasar desapercibida a ojos del consejo.
En la última noche, cercanos ya los últimos latidos del cuerpo que usaba como receptor, le hizo un último regalo. Adah luchaba por respirar rodeada de los suyos cuando pudo ver las constelaciones de un modo diferente a como cualquiera de sus semejantes lo hubiera hecho jamás. Se sintió parte de ellas, como una estrella más, un fugaz estrella que, antes de morir, sintió en su interior la paz que otorga saber que no estás solo, que hay muchos otros velando por ti.

– ¿Y dices que se comportan como bárbaros? – La voz del anciano sonaba fuerte, decidida.
– Sí, salvo los que se encontraban en la peor situación. Esos eran aptos. – Eva había contado al consejo con pelos y señales cuanto había visto estando en el cuerpo de la pequeña Adah. Su nombre, sabido ya que iba a ser una observadora, lo habían escogido sus padres teniendo en cuenta el planeta al que debería estar dirigida toda su atención.
– Necesitamos más información. Partirás en cuanto estés lista. – De nuevo la voz resultó tajante.
– Sí, maestro. – Se limitó a responder Eva, que salió de la estancia, triste y algo abatida.
Lo que nadie parecía tener en cuenta es que en la condición de observador te llevas de regalo los sentimientos que siente el ser que ocupas. Y la última experiencia había resultado ser ciertamente desalentadora. Eva se quedaba con la sensación de sorpresiva paz de Adah cuando vio las estrellas a su alrededor, y toda la estructura piramidal que velaba por el bienestar del universo más allá del tiempo.
Una primera fila de planetas contenían a los recopiladores, seres cuya labor consistía en archivar toda la información posible acerca del universo conocido. En un segundo nivel estaban los observadores, grupo al que pertenecía Eva, que siempre estaban inmersos en los sueños vívidos, término con el que se definía a la experiencia de ocupar los cuerpos de otros seres esparcidos por el universo. Normalmente se asignaba un planeta a cada observador como mucho, aunque los más entrenados podían ocupar varios cuerpos a la vez, del mismo o diferente lugar, del mismo o diferente tiempo. Eva se había preparado duro para ser una buena observadora, aunque muchos le recriminaban la intensa asociación de sentimientos que hacía con los seres que ocupaba.
Demasiada empatía. Bah, tonterías, pensaba Eva. Como puedes pretender conocer a ningún ser si no sientes de primera mano todos y cada uno de sus sentimientos.
Se preparó para un nuevo sueño y acudió a la zona de disparo energético. Iba a ser su tercera incursión.

Cabalgaba libre por el rocoso territorio. En su caballo colgaban también dos piezas de caza, la cena de esa noche. Cuando Eva abrió los ojos, sintió el viento acariciando fuertemente su rostro y torso desnudos. Se dirigía a casa después de la jornada de cacería. El ser en el que se hallaba se llamaba Anoki, y era un cazador de cierta tribu, con mujer y tres hijos. Ahora se dirigía a reunirse con ellos.
Esa noche Anoki y Aponi, su mujer, hicieron el amor hasta altas horas de la madrugada. Eva podía sentir el calor que emanaban ambos cuerpos, y el amor que se desprendía de aquel acto.
Al día siguiente los pequeños jugaban en los exteriores de la chabola cuando de pronto se escucharon gritos no muy lejos de allí. Anoki salió corriendo y armado a ver qué ocurría. Se trataba de la aldea más cercana, estaba en llamas y unos hombres uniformados acudían a su posición portando extrañas armas que escupían fuego.
En cuestión de minutos la mayor de las desgracias se cernía sobre Anoki. Mientras violaban a Aponi y decapitaban a sus hijos, Anoki rugía y aullaba dolor. Eva lloraba en su interior, no entendía como en ese mundo las cosas podían cambiar tan rápido de la noche a la mañana.
La brutal paliza que recibió Anoki cuando los desconocidos hubieron acabado su obra no dolió tanto como el espectáculo que le habían obligado a ver. Totalmente desolado, entregado a los acontecimientos, miró con la mirada vacía al cañón que le apuntaba para poner fin a su vida.
Eva, como con la pequeña Adah, recurrió a la visión estelar para tratar de dar consuelo al ser que ocupaba, pero éste solo se sorprendió vagamente. En su interior solo quería volver a ver a su mujer y a sus hijos con vida. Cualquier otra cosa apenas tenía importancia en comparación con esa visión. Y eso, Eva, no podía dárselo. Eso pertenecía a escalones más elevados de la pirámide, donde existían seres capaces de dominar el tejido del tiempo y el espacio y eran capaces de juntar a dos almas en cualquier punto de su existencia.
Pero no una simple observadora. El cañón disparó y todo se volvió negro.

– ¿En qué quedamos, Eva? ¿Son despiadados o tiernos? ¿Iracundos o clementes? – El anciano maestro exigía respuestas tras el último de los sueños. Eva no las tenía, en su interior se mezclaban el amor profesado por esos seres hacia los suyos y el intenso odio que en ocasiones desataban.
– Necesitaría más sueños para responder, maestro. – Le dijo algo nerviosa.
– Hay muchos observadores en tu nivel, si sigues sin emitir un veredicto tendremos que apartarte de ese planeta y decidir que hacer contigo. – El anciano no bromeaba. No toleraban la falta de resultados.
– Escogeré con más cuidado, maestro. – Eva salió de la sala sin saber muy bien qué hacer, que ser escoger para discernir con claridad qué fuerza guiaba con más ímpetu a esos seres.
En su primer sueño, Adrian había respondido al amor no correspondido de su pareja con una matanza sin sentido en un colegio. En el segundo, Adah, una niña judía, había sucumbido a la persecución más horrible que hubiese podido imaginar jamás. Y por último, en su último sueño vívido, un indio llamado Anoki había perdido lo que más le importaba justo en el momento en que más lo amaba. La tragedia parecía inundar todo en lo que Eva se posase.
Y así fue como en sus siguientes sueños escogió a bohemios artistas que dedicaban todas sus fuerzas y empeño a desarrollar con excelsa entrega la mayor de sus pasiones. Su arte.
En su inmensa mayoría no eran vidas fáciles ni mucho menos, pero latía en sus interiores el fuego de aquello que llamaban la conexión con las musas. Se trataba, en realidad, de la acción llevada a cabo en uno de los últimos niveles de la pirámide, el de la creación.
Eva no estaba autorizada a ser conocedora de la estructura piramidal que garantizaba el equilibrio en el universo, pero su padre, antes de morir, le hizo entrega de un manuscrito en el que se dibujaba esquemáticamente dicha estructura. Eva nunca supo si estaba fundado o era fruto de la imaginación de su padre, pero sentía que se trataba más de lo primero. Desconocía cual era el trabajo de su padre, pero había una pista en la parte más baja del manuscrito. “Hasta pronto, Eva”, rezaba.
¿Y si su padre trabajaba en los niveles donde podían unirse a dos almas por el tiempo que fuese necesario? ¿Y si Eva aún podía verle una vez más? Esa posibilidad la alentaba a ser mejor observadora, para poder escalar en la pirámide y llegar a los niveles en los que pudiese hacer eso posible y en los que, seguramente, trabajaba su padre.
Decidió soñar con algo que estaba prohibido, una decisión que cambiaría el curso de su destino por siempre jamás.

Cuando Eva abrió los ojos vio a su padre acariciándole el pelo con dulzura.
Se había metido en su cuerpo veinte años atrás, ahora Eva tenía cinco años y su padre estaba vivo, frente a ella, susurrándole las grandes cosas que estaba destinada a hacer. Podía sentir el amor que ambos sentían el uno por el otro, y estaba dispuesta a seguir en ese sueño vívido todo el tiempo que fuese necesario.
De pronto, la puerta de la habitación de Eva se abrió y entraron tres hombres completamente tapados. Al quitarse uno de ellos la capucha descubriendo su rostro, Eva cayó en la cuenta de que se trataba del maestro Abaddon.
Su padre no se resistió, acarició por última vez el rostro de Eva y salió con ellos de la sala. Luego ellos se acercaron a Eva y le hicieron daño en la cabeza.
La Eva huésped estaba muy contrariada. No recordaba nada de este suceso de su infancia. Le estaban borrando la memoria. Pensó en sus primeros recuerdos, y todos comenzaban en la escuela de observadores, con su padre ya muerto según habían comunicado a la familia.
Ahora, más bien, Eva diría que desaparecido sería un término más adecuado.

– ¿Qué has decidido, Eva? – El maestro Abaddon permanecía en silencio, en el último de los asientos de la cámara de los ancianos maestros. Eva se tomó su tiempo en responder, sentía la mirada de Abaddon clavada en ella más que nunca.
– ¿Y bien? – El maestro insistió.
– Son seres de una extrema sensibilidad. En función del curso que tomen sus vidas ésta puede mantenerse o diluirse lentamente, momento en el cual son capaces de lo peor. – No estaba dispuesta a condenar a ese planeta, no después de los buenos momentos vividos con los seres que había ocupado.
– De acuerdo, cotejaremos tu información con la del resto de observadores y tomaremos una decisión sobre el curso que deberán tomar allí los acontecimientos.
Eva había infringido una de las normas más estrictas, soñar con uno mismo, y ahora creía saber el porqué de esa norma. Si en los niveles superiores podían cambiar el curso de los acontecimientos tomando parte en ellos y efectuando modificaciones, entonces todo el sistema estaba podrido.
Tenía que disimular ante Abaddon y los demás, no podía permitir que le parasen los pies antes de empezar a hacer nada.
De modo que entregó el resto del informe y se retiró de la cámara discretamente.
No podía ocupar el cuerpo de su padre en un sueño vívido, pues sus datos estaban restringidos al ser miembro de la pirámide, y desconocía la protección que le había sido asignada. La única persona que podía arrojar algo de luz al asunto era su madre, una persona a la que Eva no había visto en su vida y de la que solo sabía una cosa. Trabajaba en el tercer nivel, el de destrucción.
Trabajaría como observadora cuanto fuese necesario con tal de obtener un puesto junto a su madre. Ella debía de saber algo acerca de donde llevaron a su padre y por qué motivo.

Cuando Eva abrió los ojos, vio que estaba rodeada por un espeso y verde bosque. Iba de escalada con unos amigos. Pasó un día estupendo, antes de caer en la cuenta de que no se había conectado a ninguna máquina emisora. Estaba soñando por sí misma. Ningún observador poseía tal habilidad.
Contempló una extraña puesta de sol, que lanzaba tonos lilas y grises sobre la escarpada cima que habían conquistado, y pensó en cuánto tiempo pasaría para que pudiese volver a tener un sueño tan plácido como ese.
Ahora que Abaddon estaba en su horizonte, el camino se antojaba peligroso y sin pausa.
Respiró profundamente.
Lo haría por su padre, al que habían hecho desaparecer cuando ella tenía apenas cinco años de edad.
La pirámide del equilibrio universal perdía credibilidad ante su mirada, cada vez más dura, más reacia a creer en todo cuanto le habían inculcado desde que ingresó en la escuela de obervadores.
El sol se puso, y Eva despertó.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Nubes de tormenta



Negros nubarrones se alzan frente a ti, allá en el horizonte.
Cuando prácticamente nada te queda, cuando te hallas tocado y cabizbajo, las nubes de tormenta aparecen para recordarte que todo puede ser peor, mucho peor.
Un cosquilleo recorre tu estómago cuando sales a pasear por el mundo que te rodea. Te indica que estás vivo, cosa que hace un tiempo quedaba en entredicho.
Sonríes a los negros nubarrones, consciente del daño que te pueden infringir, pero también consciente de que aún hay cosas por las que pelear, pasos que dar e ilusiones que materializar.
Las nubes de tormenta son, al fin y al cabo, avisos de que hay que seguir peleando sí o sí. Recordatorios de que uno no puede simplemente desfallecer y dejarse llevar por la nefasta corriente de unas furiosas aguas que siempre están ahí para alimentarse de lo mismo. Auto complacencia y miedo, idílica pareja de baile que puja constantemente por saltar al escenario.

Negros nubarrones se alzan sobre ti, fieros e imponentes.
Has caminado por el filo de navaja tanto tiempo, has sobrevivido a tantas y tantas caídas, para contemplar como el final se cierne sobre ti.
Pero no hay final, solo esfuerzo e ilusión. El corazón en un puño en un ascenso que ha de llevarte a la paz y a la tranquilidad.
A través de escarpados sectores llenos de trampas, a través de neblinosos caminos donde apenas nada bueno uno puede discernir, se halla la ruta hacia la salvación.
Cada paso lleno de temores, cada jornada plagada de pesar, factores que poco a poco inundan tu interior de una oscuridad que ha de rivalizar con la luz de tu propia esperanza.

Negros nubarrones invaden tu interior, que lucha por emerger.
Cuando el paisaje y el alma se ponen de acuerdo, abrazándose en desafortunada unión, hay que tirar de las pocas reservas que a uno puedan quedarle, pues no todas las tormentas duran eternamente.
Desolación con esperanza, pesadumbre con ilusión, abatimiento con energía... Todas las parejas posibles dispuestas sobre un tablero imaginario que habrá de dirimir nuestro destino.
Caminas dubitativo por un terreno que puede conducir a cualquier parte. Vienes del horror y la desesperanza, tu interior está luchando por acabar de emerger.
Alzas la vista y la pones en la oscuridad de un cielo amenazante, preguntándote si saldrás adelante de ésta.

Negros nubarrones en el cielo de tu porvenir.
Tienes dos opciones, rendirte o pelear.
La estrategia avisa de que apenas te quedan efectivos, de que tu energía está por los suelos y que en esta ocasión de poco sirve la esperanza, poco vale la ilusión.
Avisos que bien podrían formar parte del espectáculo visual que te aborda y amenaza.
De modo que lo incluyes todo en ese cielo oscuro que parece envolverte y atravesarte y te agarras al paso que habrá de conducirte a un destino aún desconocido.
Caminas con los ojos bien abiertos e incluso te permites sonreír.
Sientes en tu estómago el cosquilleo de aquellos que quieren algo y luchan por ello, de modo que has regresado.
Estás aquí, has vuelto para quedarte.

Negros nubarrones se alzan frente a ti, allá en el horizonte.
Una nueva aventura, llena de emociones, que se va descubriendo lentamente a cada nuevo paso que, con el corazón en un puño, das.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Faceless, el títere navideño




Corría sobre el suelo nevado a toda velocidad.
Tras él, el títere sin rostro comandaba la persecución ejecutada por otras docenas de muñecos.
Era navidad, y el pequeño pueblo había iluminado sus calles de un modo realmente emblemático.
Torció un par de calles y giró su vista atrás. Habían desaparecido. Relajó la marcha hasta terminar andando a pasos cortos, hundiendo su calzado en la nieve.
De pronto escuchó un gran ajetreo cerca de él. El corazón se le aceleró. Llegó a una plaza muy grande en cuyo centro había una fuente inmensa, y allí, horrorizado, vio como se aplegaba el grueso del pequeño ejército de títeres que el muñeco sin rostro había reunido para darle caza.
Quiso salir corriendo por alguna de las callejuelas adyacentes, pero ya era demasiado tarde.


*


Cuando despertó, John se sentía confuso y algo maravillado. Su sueño había sido como estar en un videojuego, y todo era tan bonito... Aún sentía en su fuero interno la aceleración provocada por la creciente tensión de la pesadilla, aunque no le hubiese importado volver a sumirse en ella. Era la tercera vez que se despertaba esa noche, las cuatro de la madrugada.
Se levantó y fue al sofá a fumarse un cigarrillo y recapitular. En las últimas noches estaba acumulando una cantidad ingente de sueños varios, pero desde luego el recuerdo de ese poblado decorado por navidad se llevaba la palma. Quería dar con ese lugar, con esos títeres, y no cesaría en su empeño hasta conseguirlo.
Una vez hubo amanecido, John se sirvió una taza de café bien cargado, se situó frente a la máquina de escribir y se puso manos a la obra.


*


Se aproximaban las fechas navideñas. El frío y las nevadas ya hacían acto de presencia en el pequeño poblado de Los Sin Rostro. En el tranquilo poblado, los habitantes se dedicaban a sus quehaceres con entrega y ahínco. En la taberna se servía caliente cerveza amarga a cualquiera que quisiese entretenerse un buen rato a echar una charla con amigos o consigo mismo. Los comercios vendían toda clase de productos a los transeúntes, e incluso había una tienda exclusivamente dedicada al mercado de los títeres y los peluches.
Dreaming John paseaba a su perro, Toby, por las calle donde se encontraba la tienda con su gran escaparate. Se trataba de un husky de gran tamaño para sus once meses de edad, adorable y muy activo. Fue quien alertó a Dreaming John de lo que se estaba perdiendo.
– ¿Que pasa, chico? – Le dijo a Toby, cuando éste comenzó a ladrar al escaparate de la tienda de títeres y peluches varios.
Fue entonces cuando Dreaming John quedó prendado por la belleza de un muñeco, un títere, llamado Faceless. Como su propio nombre indicaba, no tenía rostro, pero emanaba personalidad por los cuatro costados. Dreaming John dejó a Toby fuera de la tienda unos instantes y minutos después salía de ella con Faceless bajo el brazo.
Fueron directos a casa, pues se moría por verlo colocado justo donde había pensado al verlo, al lado del estupendo árbol de navidad que Dreaming John estaba acabando de preparar cerca de su gran chimenea.


*


John dejó la máquina de escribir y se encendió un pitillo. Salió al balcón donde un soleado día de verano caía sobre el exterior sin piedad alguna. Pensó en su pequeño y frío poblado, en cómo Faceless se las iba a arreglar para coger vida propia y armar su pequeño ejército de secuaces, y de qué modo iba a aterrorizar a todo el poblado con su marcha.
Ese mundo tenía mucho más encanto que la vida de John, que tristemente pensó en su fallecida Mae, la mujer con la que había compartido las últimas dos décadas de su vida. Estaba destrozado y muchas veces lo único que le quedaba para agarrarse era el fantasioso mundo onírico que su mente creaba noche tras noche.
Faceless no parecía tener miedo a nada, ni sentir dolor, solo ganas de pasárselo bomba aterrorizando con su simpática marcha a propios y extraños.
John apuró su cigarro y entró en su casa. Eran las diez de la mañana de un caluroso día de septiembre, pero él podía viajar a otro lugar, a otra estación, a otra realidad.


*


Cuando Dreaming John colgó la última de las bolas de navidad en el árbol, cayó en la cuenta de que Faceless no estaba donde debería estar. De hecho, no estaba en ninguna parte. Había desaparecido.
En plena noche, Dreaming John se puso su chaquetón y salió a la calle apresuradamente, sin ni tan siquiera despedirse de Toby, para buscar a su títere.
Pensaba que se lo debían haber robado, pero lo cierto es que él no se había movido en toda la tarde noche del comedor y Toby había estado bien tranquilo todo el rato.
No tenía sentido, pero menos aún lo tenía pensar que Faceless había comenzado por arte de magia a mover sus patitas y se había ido de casa.
Fue directo a la tienda donde lo compró. Nada, absolutamente nada. El escaparate estaba vacío. A Dreaming John se le aceleró el corazón. ¿Cómo era posible que se hubiesen vendido de golpe las más de doscientas piezas que allí se exhibían?
Desolado por la pérdida, Dreaming John pasó la noche en la taberna, donde el tabernero no daba crédito a lo que sus oídos escuchaban.
– ¿Un títere, dice? ¿Desaparecido? – Él iba llenando jarras, era todo cuanto le interesaba de la conversación con aquel loco recién llegado a Los Sin Rostro.
Cuando despertó a Dreaming John, éste se percató de que se había quedado dormido en la barra de la taberna, y que ya amanecía. La taberna no cerraba nunca, al parecer.
Muerto de frío, pisó la calle dispuesto a aceptar su fracaso y regresar a casa junto a Toby.
Cual fue su sorpresa cuando vio a Faceless al final de su calle, con las piernecitas bien abiertas y apoyadas firmemente en el suelo, señalándole con una de sus pequeñas manos de madera.
Quiso ir corriendo y llenar de besos la zona donde debería haber un rostro, pero en ese momento montones de títeres y peluches salieron del callejón cercano a Faceless a toda velocidad, en dirección a Dreaming John.
Éste se puso a correr en dirección contraria, fascinado por lo que le estaba ocurriendo, maravillado por la belleza del poblado que lo rodeaba como si lo estuviese viendo por vez primera, y aterrorizado por lo que aquel pequeño ejército estaba dispuesto a hacerle.


*


John negaba para sus adentros. No quería acabar con esa historia. Por primera vez desde que Mae muriera, estaba emocionado por algo. El nombre del pequeño poblado era Los Sin Rostro, de modo que ahí había un enigma por resolver.
Sumido en un llanto profundo, se hizo con papel de lija a raudales y se encerró en su cuarto de baño. Desesperado, se miró al espejo por última vez. Y comenzó a lijar. Con tanto ímpetu y decisión que pronto se le deshicieron los ojos y, notando el húmedo papel de lija en lo que quedaba de su rostro, siguió y siguió para convertirse en el primer habitante de ese poblado imaginario llamado Los Sin Rostro.
Le resultaba divertido. Entre alaridos de dolor incluso se le escapó alguna que otra pequeña carcajada. Estaba siendo una de las experiencias más terriblemente entretenidas de toda su vida.


*


El escritor, contrariado, dejó de escribir esa curiosa historia.
A su lado un árbol de navidad se erguía bello y acogedor junto a Faceless.
Desde que lo encontró tirado por las calles de un pequeño poblado norteño, no había desmontado ni una sola vez el árbol de navidad que, según creía, mantenía satisfecho al títere.
Había algo de macabro en su gracioso gesto, algo oscuro entre tanta lucecita. Una vez soñó que Faceless lo perseguía. Pues bien, el dichoso títere ya tenía su historia y su víctima.
El escritor salió a la calle en un soleado día de principios de otoño. Estaba dispuesto a disfrutar de su vida al máximo, a luchar por ella, pero de ninguna manera se le ocurriría jamás comprar lija alguna.
Pensar en Faceless le hacía sentir bien. Era como llevar con uno mismo lo mejor del espíritu navideño durante todo el año. Y lo peor de un mundo macabro y desconocido, también.
Faceless, el títere, era una arma de doble filo.

martes, 17 de septiembre de 2013

El nombre



Stuart conducía a toda velocidad por las calles de la vieja ciudad. Unos metros tras él un par de autos negros le seguían la estela bien de cerca. No podía dejarse atrapar. Tenía que ganar tiempo para ellas. La misión había llegado a un punto terriblemente nefasto. Todo el departamento estaba podrido, no podía confiar en nadie.
Giró bruscamente a la derecha para intentar despistar a quienes le perseguían. Ningún resultado, estaban bien entrenados. Se había metido en la zona del puerto. Mierda, en cuestión de minutos el mar actuaría de muralla entre él y los matones. No tenía sentido seguir con eso, de modo que frenó gradualmente hasta detener el vehículo.
Un par de sus captores salieron de sus coches pistola en mano. Le gritaron que saliese lentamente del suyo. Obedeció.
Lo último que pudo ver antes de que el golpe lo dejase inconsciente fue lo feo de cojones que era quien arremetía su arma contra él.


*


Mya estaba en el aeropuerto del este, esperando a que su hermano le confirmase la señal para abandonar el país. Desde que William había fallecido, todas las alarmas se habían disparado.
No sabía en qué demonios trabajaban juntos, pero debía de ser algo gordo a juzgar por la forma en que fue hallado el cadáver de William.
Torturado hasta la muerte, mutilado sin compasión.
Stuart se lo había contado días después del funeral. Ella tan solo recordaba el reconstruido rostro de William, con su larga melena morena recogida en una cola y sus facciones duras y marcadas.
Le aterrorizaba que su hermano pudiese correr el mismo destino, pero no podía hacer nada para evitarlo a tenor de lo siguiente que le había contado Stuart aquella noche. Nada de alertar a la policía, solo aceleraría el curso de los acontecimientos.
De modo que se quedó en el aeropuerto, con el móvil a mano por si en cualquier momento llamaba su hermano.


*


Cuando abrió los ojos se encontraba aún aturdido por el golpe. Estaba atado a una silla en una sala oscura, iluminada únicamente por una bombilla suelta que colgaba del techo. Solo, por el momento. Cerca de él unas voces hablaban en un idioma que no lograba entender.
En algún lugar, su mujer y su hermana trataban por separado de salir del país. Él debía darles todo el tiempo que pudiese para que lograsen escapar del campo de acción del temible descubrimiento hecho por William, su socio, y el propio Stuart.
— Dios mío, si esto sale a la luz puede desatar el pánico entre toda la población mundial. — Recordó las palabras de William cuando hubieron accedido a la base de datos de operaciones del proyecto Enigma.
De pronto, alguien entró en la sala. Cogió una silla y la puso enfrente de donde estaba sentado Stuart, al otro lado de una pequeña mesa de madera ensangrentada.
— Déme un nombre. — Dijo el desconocido.
Justo lo que pensaba Stuart. Irían directos al grano. Ahora empezaba la peor parte.
Tras unos segundos de agónica espera, el desconocido agarró la mano de Stuart y, extendiéndola sobre la mesa, golpeó con todas sus fuerzas un martillo contra uno de los dedos.


*


Angelica había conducido durante horas en dirección sur, tal y como le había indicado su esposo, hasta llegar al aeropuerto. Ahora tocaba esperar, y si pasada la medianoche no había señales, debía llamar a Mya para indicarle que tomase su vuelo y ella hacer lo propio con el suyo.
El corazón le latía rápido en el pecho, pasaban de las diez de la noche y, de no llegar señal alguna, querría decir que también habían atrapado a Stuart, y que seguramente le estaba ocurriendo lo mismo que al bueno de William.
Cuando éstos encriptaron los archivos para protegerlos de miradas intrusas, usaron una combinación de sus huellas dactilares junto con las de Mya y la propia Angelica. William había cantado por lo menos el nombre de Stuart, que había tratado de esconderse lo más concienzudamente posible durante días hasta que le siguieron la pista.
Ahora la seguridad del archivo estaba más débil que nunca, puesto que esa gente disponía de dos de las cuatro huellas que necesitaba.
Aún no, de hecho, debía esperar a las doce de la noche, si Stuart decía algo, cualquier cosa, significaría que estaba a salvo y que podrían reunirse en Francia tal y como habían planeado.
Angelica deseaba eso por encima de todas las cosas, pero era ya tan tarde...


*


Tercer martillazo. Y cuarto, y quinto.
— Déme un nombre. — La mano izquierda de Stuart era un amasijo de carne, sangre y huesos triturados, mientras éste estaba al borde del desmayo por el dolor que le estaban infringiendo.
Aunque, no obstante, permanecía callado. Justo antes de que lo pillaran eran alrededor de las diez de la noche, y haciendo unos cálculos, teniendo en cuenta el tiempo que debía haber estado inconsciente, las doce de la noche no debían quedar muy lejanas.
Podía salvar a Mya y a Angelica.
El torturador dejó el martillo sobre la mesa y suspiró.
— No era necesario que llegásemos a este punto, señor. — Tras eso, tiró al suelo la mesa de un manotazo dejando a la vista un extraño aparato entre sus pies.
Unos minutos más tarde la pierna derecha de Stuart era triturada lenta, minuciosamente.
Los alaridos y el olor a sangre impregnaban todo el lugar.
Ya no podía más. Tendría que escoger.
—M.... M.... ¡Mya Galagher! — Bramó desesperado.
Había condenado a su hermana al mismo infierno por el que habían pasado William y él mismo. Rezó para que pasasen de las doce de la noche.


*


Las once y media de la noche.
Angelica estaba que se subía por las paredes.
Preparándose para lo peor, decidió llamar a su cuñada Mya para que fuese sacando el billete.
El teléfono dio tres tonos antes de que contestase.
— ¿Si? ¿Angelica? — La voz de Mya temblaba.
— Mya, escúchame, no hay señales de Stuart, deberías ir sacando tu billete, yo ya lo he hecho.
— Cla... Claro, por supuesto. ¡Oh, Dios mío! — De pronto el chillido de Mya alarmó a Angelica.
— ¡Mya, que ocurre! — Le preguntó repetidas veces.
— ¡Me han encontrado! ¡Ellos me han encontrado! Stuart... — El móvil se colgó.
Angelica se sentó en un banco cercano para recuperarse del shock.
William, Stuart y ahora Mya habían caído en las garras de esos matones. La perseguirían hasta el fin del mundo con tal de conseguir la huella que les faltaba.

Sin embargo, cogió su vuelo y derramó unas lágrimas cuando éste despegó. Su vida se había partido en dos. Tenía miedo. Y nunca iba a dejar de tenerlo, fuese a donde fuese.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Recuerdos de Nunca Jamás




Recuerdas con los ojos empapados cuanto fue y nunca será.
Te cantan desde la realidad que es un acto inútil, sin sentido, en vano. Pero tu recuerdas.
Te dejas llevar por la marea y acabas por aterrizar en el núcleo de esos sentimientos perdidos, de esas sensaciones que ya no acontecen.
Desesperado te hallas, asiéndote a fantasmagóricos umbrales por mantenerte en pie. Son los fantasmas de un pasado que no volverá pero que en su día estalló en unos perfectos fuegos artificiales ante ti.
Recuerdas la sensación de sentirte vivo y con algo que ofrecer. Lejana y cercana a la vez, esa sensación te empuja a seguir deambulando por el océano de un inconmensurable mar de recuerdos, en busca de un tesoro que no tiene cabida en la realidad en la que te encuentras.
Posibilidades alternativas te invaden, pero no pierdes el tiempo con ellas.
Te centras en la sensación de sentirte vivo, en los tiempos en los que había esperanza.

Esos tiempos en los que siempre había que arreglarse para salir a la calle, pues no se sabía que aventura iba a reparar el día o la noche. Tiempos en los que nada estaba hecho pero todo quedaba por hacer. Tiempos en los que los días no pasaban en balde, en los que las noches estaban conectadas con las musas de un mundo imposible que te alentaba a caminar.
No los recuerdes, dicen muchos.

¿Qué no he de recordar?
¿La llama imperecedera de amor por los míos, a los que agasajaba con regalos?
¿Qué no he de recordar?
¿Que hubo un tiempo en el cual todo era posible, y yo estaba por moldear?
¿Qué no he de recordar?
Maldita sea. ¿Qué no he de recordar?

En los parajes más profundos de la mente todo es posible. No solo en los sueños, donde el componente onírico desata las más imposibles combinaciones, sino en la misma realidad, uno puede imaginar, puede crear y puede creer en lo que su mente le está diciendo.
Los verdes bosques que una vez existieron pueden y deben volver a erguirse ante uno mismo.
La desértica espesura puede y debe rehacerse de los incendios que una realidad alterada han provocado.
Las lágrimas vertidas sobre sucias calles pueden y deben retornar a su mar en calma, donde toda aflicción puede ser ahogada, donde toda pena debe ser tratada.
Todo un conjunto de factores que deben ser recolocados para que el despertar acontezca.
Atrapado entre las fauces de lo que equívocos años provocaron, te sientes débil y cansado, moribundo y marchito, pero debes reaccionar.
Agarrarte a lo que sea, cualquier cosa que exista, para renacer. Y si solo tus recuerdos, tan solo lo que añoras, queda para hacerte sentir que tu corazón late dentro de ti, entonces adelante, agárralo, sujeta bien firme todo cuanto fuiste para abrir los ojos de nuevo.

No habrán habido lágrimas innecesarias, no habrá habido dolor de más.
Estás ahí por tus propios logros y errores. Te arrepientes de lo equívoco tanto como te enorgulleces de haber seguido el camino hasta el final.
Pero no hay final. No puedes caminar muerto en vida por más tiempo.
Recuerdos de Nunca Jamás te asaltan. No siempre fuiste así.
Debes abrir los ojos y volver a volar.
Debes abrir los ojos.

Si solo te queda el pasado, si solo te quedan recuerdos... Abrázalos, mímalos, y de ellos algún día renacerás.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Los peluches de Billy




Mirando por la ventana en esa tarde lluviosa, Billy estaba triste.
No había ido al colegio por encontrarse mal, y ahora descansaba en su cama junto a Matt y Penny, sus dos peluches gigantes, entre algunos otros.
Su hermana mayor no estaba en casa, de modo que estaba solo hasta el anochecer.
Quería jugar a algo, pero Matt no le dejaba. Estaba ahí, medio tirado en la cama, pero su mirada permanecía clavada en Billy de un modo firme y oscuro. Esa, sin duda, sería la noche de Matt.
Billy tenía nueve años, y nunca había confesado su pequeño secreto a nadie. Más por obligación que otra cosa, pues no quería que Matt se enfadase. Penny no se mostraba para nada reacia a que lo contase, pero pesaban más las amenazas del osito azul.
Billy se levantó de la cama y miró a la calle a través del mojado cristal de su ventana. Vio a Samantha volviendo a casa cogida de la mano de su madre. Ella llevaba unas botas de agua de color rosa y un paraguas a juego, mientras que su madre llevaba uno verde. Quiso saludar, pero se sentía pesado y arrepentido, con esa sensación que le producía la mirada de Matt cuando se posaba sobre él.
Agarró un par de soldados en miniatura y se sentó en el suelo para jugar un rato con ellos. Iba a estar tranquilo unas horas, así que debería aprovecharlo.


*


Peter estaba colgado por Shanon. Aún no había llegado a decírselo pero sus sentimientos eran increíblemente fuertes. Pasaba desde hacía un buen tiempo las noches pensando en ella, en cómo debía ser el calor de su compañía.
Ahora la tenía frente a sí, con su despampanante melena morena sujeta en una cola y su impresionante cuerpo sujetando la carpeta y algunos libros de la universidad. Era su oportunidad de lanzarse.
– Eh... Hola Shanon – Dijo maldiciendo su torpeza.
– Ah, ¡Hola Peter! – Respondió alegre Shanon. Eran compañeros de primero de grado, y se habían hecho buenos amigos en el mes que llevaban de clases. – ¿Qué te cuentas?
– Pues, me preguntaba si tú y yo... Esto... Si querrías ver una peli en el cine o algo así. – Peter se planteó ensayar de cara al próximo intento, si es que tenía lugar después del ridículo que estaba haciendo.
– Hoy no puedo, mi hermano está solo en casa y tengo que salir pitando hacia allí ya mismo. – Shanon recordó con un estremecimiento lo acontecido cuando dejó demasiado tiempo a solas a su hermano Billy. – Quizá otro día, ¿Te parece? – Añadió, sonriendo a Peter.
– Oh claro, ya tienes mi teléfono, cualquier cosa me dices algo. – Peter se quedó allí plantado como el rematado imbécil que había sido, con la mano levantada despidiéndose de Shanon, que ni siquiera volvió la vista atrás mientras se dirigía al autobús.


*


– Billy, ¡Ya estoy en casa!
Su hermana había llegado. Lo que en principio era una rápida pelea entre dos soldaditos se había transformado en una auténtica batalla con todo lo que había pillado por su habitación. El suelo estaba lleno de muñecos y objetos varios, sería mejor que saliese a recibir a Shanon antes de que viese lo desordenado que estaba todo. Al fin y al cabo, había dicho que se encontraba mal.
Salió disparado de su habitación y bajó las escaleras que conducían al recibidor, donde se abrazó a Shanon.
– ¿Que tal el día, grandullón? – Ella le llamaba así desde hacía un tiempo, a Billy no le disgustaba. ¿Cómo te encuentras? – Le preguntó.
Le explicó lo triste que se había sentido durante gran parte de la tarde, omitiendo que se había pasado sus buenas horas mirando fijamente a Matt, que había captado totalmente su atención.
– Pobrecito, ¡Mira lo que te he traído! – Le contestó Shanon mientras sacaba del bolsillo de su chaqueta un donut de chocolate de los que más le gustaban a Billy. Mientras éste levantaba los brazos bien contentó, ella prosiguió. – Pero para después de cenar eh, que si no, no comes nada. Ahora a darse un baño.
Mientras Shanon preparaba la bañera, Billy regresó a su cuarto. Nada más entrar se percató de que Penny estaba en el suelo, boca abajo, mientras que Matt se había dado la vuelta para mirarle desde un ángulo que hacía que pareciese enfadado. Muy enfadado, casi furioso.


*


Los padres de Shanon se habían ido como mínimo una semana por motivos de trabajo. Peter había estado pensando, y había decidido darle una sorpresa a Shanon justo esa misma noche. Se haría con palomitas y un par de películas y se plantaría directamente en su casa.
También le había escrito algo, pero no estaba seguro de si se atrevería finalmente a dárselo o se lo comería con patatas. Era un poema en el que trataba de expresar sus sentimientos de un modo adecuado. Tenía miedo de que le pareciese una tontería, ya que Peter podía ser muchas cosas, pero desde luego no un escritor. El caso es que iba a salir ya hacia allí. Primero cogió el móvil y llamó a Shanon para saber si estaba despierta en casa.
– ¿Sí? – Su voz era un como un riachuelo de paz y armonía. – ¿Peter?
– Sí, hola Shanon, quería saber si tienes los apuntes de la última clase que dimos ayer, yo no me aclaro con los míos.
– Claro, mañana te los paso cuando nos veamos. – Bien, estaba despierta y Peter no tardaría ni quince minutos en plantarse en su casa.
– E... Está bien, muchas gracias Shanon.
– Hasta ma... ¡Ah! ¡Dios mío! ¡Billy! – De pronto la voz de Shanon se rompió y gritando llamaba a su hermano.
– ¿Shanon? ¡¿Que ocurre?! – Ya no había respuesta, y el teléfono empezaba a emitir ruidos raros. ¡Shanon! – Peter cogió su abrigo y salió de casa de inmediato para ver que demonios estaba ocurriendo.


*


Billy había bajado rodando por las escaleras. Más bien, la pareja formada por el caballito de mar gigante y Billy. Iba sin camiseta y tenía el pecho ensangrentado por lo que parecía un arañazo.
– ¿Cómo está Penny? ¿Penny está bien? – No paraba de balbucear el hermano pequeño de Shanon mientras se abrazaba con fuerza al peluche.
– Billy, ¿Qué ha ocurrido? – Preguntó Shanon repetidas veces hasta que logró captar la atención de su hermano.
– No puedo decirlo. Me ha dicho que no puedo decir nada. – Shanon vio como la aterrorizada mirada de Billy se dirigía a la parte de arriba de la casa, a su habitación. Shanon dejó a su hermano momentáneamente en el sofá y se dirigió a la habitación de Billy a ver que había ocurrido.
– ¡No vayas Shanon, no vayas! – Gritaba tumbado.
Cuando Shanon entró en el cuarto de Billy lo vio todo tirado por el suelo. Lo único que parecía estar bien colocado era el oso de peluche azul, que reposaba en el cabezal de la cama en una postura que hacía que pareciese estar mirándola todo el rato. En una de sus patas, había algo rojo.
Se acercó para comprobar de qué se trataba, cuando de pronto sonó el timbre y, acto seguido, alguien aporreó la puerta.
– Shanon, ¿Estás ahí? ¿Que ocurre? – Era Peter.
Se dispuso a bajar para abrirle la puerta a su amigo, cuando de pronto...


*


El entierro de Shanon había concluido. Peter lloraba desconsoladamente. Cuando logró que la policía abriese la casa de su amada, se la encontraron desnucada en la base de las escaleras que daban al recibidor. Al parecer había caído desde la habitación de su hermano, al que encontraron en su cama, mirando fijamente a uno de sus peluches, como en estado de shock.
Ahora Peter miraba a Billy como buscando respuestas. Pero era un niño de nueve años al que seguramente se le había destrozado la vida, no había más.
Ni siquiera sabía donde había ido a parar el poema que llevaba en su bolsillo al llegar a la casa. Uno de los pocos recuerdos que podría conservar de todo aquello.
Los padres de Billy y Shanon partieron los últimos, en silencio, abrazando al pequeño.
Billy estaba contento.
Su madre había regresado. Cuando mamá estaba en casa, Penny volvía a respirar. Y eso mantenía a raya a Matt, que no podía moverse más que con su pérfida mirada.
De camino a casa, Billy recordaba lo que pasó cuando se disponía a darse su baño. Se quitó la camiseta en su habitación, totalmente pendiente de Matt, que le miraba susurrándole que se sentía solo, que necesitaba a alguien en su interior. Cuando Billy se negó y abrazó a Penny para llamar a su madre, un ruido imposible inundó la habitación. Manaba de los ojos huecos de Matt, y hacía que toda la habitación temblase, incrementando cada vez más el volumen hasta hacerse insoportable.
Cuando Billy quiso salir corriendo de la habitación, fue cuando sintió como Matt crecía y crecía, se hacía más real, hasta que una zarpa lo alcanzó.
Pero ahora ya estaba acabado.
Con mamá en casa Penny lo protegería, y ahora Matt encima ya no se sentiría tan solo.
Llegaron a casa y Billy fue directo a su habitación.
Dio un beso a Penny y miró a Matt, que continuaba teniendo algo de sangre en su pezuña derecha.
En el interior de sus ennegrecidos ojos, muy profundo, su hermana Shanon se retorcía de dolor atrapada entre las llamas de su infierno personal. Cerca de su potro de tortura una descomunal bestia reía a carcajadas, pues al fin había roto con su eterna soledad interior, mientras pronunciaba una y otra vez los mismos versos.


Shanon eres hermosa,
como la más bella rosa,
te quiero y te querré siempre,
como siempre seré tuyo.


– Billy, baja a cenar... – Le dijo cariñosamente su madre.
Billy se estremeció mientras sonreía hacia Penny.
Por poco le había tocado a él.

lunes, 9 de septiembre de 2013

El abrazo del miedo



Los dos desconocidos


Phillip iba de camino a casa. Conducía lentamente por la carretera secundaria, no había prisa. Había sido un día largo, pesado, en el que el trabajo se le había hecho toda una montaña. Ahora, en el coche, sonaba su banda favorita y él tenía la mente puesta en nada en particular.
Ya había anochecido, puesto que al salir del trabajo había ido con algunos colegas a echar unas cervezas. Como siempre, le habían aconsejado que siguiese con Claire, que no fuese gilipollas.
Claire era su novia desde hacía más o menos una década, una adorable chica de pelo rubio y grandes ojos verdes. Ambos rondaban los treinta.

En ese momento Phillip se adentraba en una zona especialmente curiosa. Los árboles parecían abrazarse sobre la carretera para formar un improvisado túnel natural.
No creía en las historias de fantasmas, de modo que detenía su vista en cada curva, divertido, en busca de lo que éstas contaban tan a menudo.
Lo que no se esperaba era que tuviese que estar atento al interior del vehículo. Mirando por el retrovisor vio una sombra, la silueta de un hombre con sombrero, sentado en los respaldos traseros.
El vello de los brazos se le erizó mientras dejaba escapar un gemido de pánico pegando volantazos para mantener el coche en su carril.
— ¡Tranquilo hombre! — Decía la sombra entre carcajadas. — ¡Y eso que esto es tan solo el principio!
La voz era muy grave, rota, como si no proviniese de la parte de atrás del coche sino de algún lugar mucho más profundo.
Detuvo el coche con éxito en el arcén.
Sudoroso, se giró estremecido para mirar a los ojos a quien se había colado en su coche. No había nadie. Nada en absoluto.
Se encendió un pitillo y puso rumbo a su casa. Esta vez si que tenía prisa, y mucha.

Cuando llegó a casa, Phillip olió a salsa de cacahuete. Claire debía de estar preparando sate, uno de sus platos preferidos.
— Hola señorito, es tarde. ¿Donde te habías metido ya? — Claire salió de la cocina vestida únicamente con un camisón gris que Phillip le había regalado por su cumpleaños.
— Vaya, estás muy pálido. ¿Has visto un fantasma o qué? — Dijo Claire en tono jocoso.
Phillip no sabía que contestar, no quería que lo tomase por un loco. Lo más prudente sería relajarse y dejar que la horrible experiencia quedase en el pasado.
— Hola cariño, no pasa nada. Voy a darme una ducha. — Respondió lo más calmado que pudo.

Mientras el agua se deslizaba por su cuerpo, Phillip suspiraba recordando las palabras que había escuchado mientras trataba de no estrellar el coche. « Solo es el principio » ... Había dicho el hombre del sombrero. « Bah, ha sido un día duro, seguro que el cansancio me la ha jugado. » Pensó Phillip mientras salía de la ducha. Preparó los utensilios para afeitarse, mientras en la planta de abajo escuchaba la música que Claire había puesto. Era relajante.
Ya afeitándose, sintió de nuevo un principio de la sensación de terror experimentada en el coche. Fue al mirarse el vello erizado de los brazos cuando le pareció, por un instante, ver el reflejo de otra persona en el espejo aparte del suyo propio.
Efectivamente, así era. Al alzar la vista pudo ver como una mujer alta, pelirroja y muy pálida se dirigía hacia él con los brazos extendidos. No tenía ojos. Aunque un brillo intenso manaba de sus órbitas huecas y oscuras.

No pudo ni tan siquiera gritar. Cuando notó el contacto de los brazos de la mujer, todo se tornó borroso, y se desmayó.


El hombre del sombrero


— ¿Pero que me estás contando, macho? — Robert no daba crédito a lo que escuchaba.
— Te lo juro, tío, te juro que noté incluso como me tocaba. — Phillip le había explicado, tras unas cuantas rondas, todo cuanto le había acontecido el día anterior, hasta justo antes de desmayarse.
Robert era un tipo bajito y algo gordinflón, con una buena calva pujando por adueñarse de todo el territorio. Divertido y risueño, se trataba del mejor amigo de Phillip dentro y fuera del trabajo.
— ¿Desde cuando coño crees tú en estas cosas? — Prosiguió el bueno de Robert. — ¿Y Claire, se lo has contado?
— Aún no. Trato de encontrar una explicación para todo esto... — Phillip le pegó un buen trago a su jarra de medio litro de cerveza fresca.
— Mira tío, ni lo intentes. Olvídalo, si sigues con esto voy a acabar teniéndote que ir a ver a un manicomio, y estoy seguro de que a ninguno de los dos nos gustaría eso.
Tras esas palabras, Robert acabó su jarra, se puso en pie y se despidió de Phillip.
Éste se quedó meditabundo en la barra del viejo bar. Le entraron ganas de orinar. El lavabo tenía posters de clásicos del cine desperdigados por aquí y por allá, quizá para distraer la atención de la poca higiene con que aquello era mantenido. Mientras meaba, le volvió a asaltar la maldita sensación.
— ¿Tienes miedo? — La voz de ultratumba se pronunció.
A Phillip se le cortó el chorro de repente. Uno de los marcos para posters estaba vacío, justo el que tenía enfrente, y reflejaba perfectamente buena parte del oscuro sombrero por encima de su propia cabeza.
— ¿Qué quieres de mi? — Gritó Phillip a la sombra, que de nuevo, como en el coche, emitía continuas carcajadas.
— ¿No es muy pronto para saber que vas a morir? — Dijo el hombre del sombrero. — Ups, se me ha escapado. — Y más carcajadas. Cuanto más reía, más sudores fríos le entraban a Phillip, que de nuevo estaba a punto de desmayarse.
La puerta sonó.
— Oiga, ¿Va todo bien? — Preguntó el camarero.
Phillip aprovechó para girarse, pero de nuevo allí no había nadie más que él.
Salió del baño, pagó las rondas y abandonó el bar.

Conducía de nuevo lentamente rumbo a casa, cuando en el horizonte apareció el túnel improvisado que cubría la carretera de sombras.
Detuvo el coche cuando estuvo seguro de estar de pleno en su interior, salió y se encendió un cigarro. Los ruidos de la noche habían adquirido otras propiedades desde lo que le había pasado el día anterior. Estaba dispuesto a cualquier cosa por volver a ver al hombre del sombrero o a la mujer sin ojos. Debía poner fin a aquello cuanto antes.
Súbitamente le asaltó de nuevo la sensación, mientras una fuerte ventolera silbaba en el bosque.
— Tengo miedo... — Susurraba Phillip mirando a todas partes en busca de alguna señal.
— La cuestión es... ¿De quién tienes más miedo, de ella o de mi? — Esta vez la voz provenía de sus espaldas.
Se giró rápidamente para ver como una alta silueta negra se encorvaba de un modo imposible mientras emitía una y otra vez sus horribles carcajadas. Se encontraba a más de veinte metros de distancia, pero sus zancadas la acercaban velozmente a Phillip.
— ¡Tienes que sentirlo, siéntelo al máximo! ¡Espera a que venga ella! — Decía el hombre mientras se aproximaba.
Phillip, gritando, se metió en el coche y salió disparado hacia su casa.


La unión


Phillip llevaba tres días sin salir de casa. Claire estaba muy preocupada por su estado de salud, pues apenas comía ni se movía de la cama.
Robert se había pasado a verle hacía un par de días, pero no había logrado sacarle prenda.
— Llámame si me necesitas, Claire. — Se había despedido.
Ella le había preguntado si sabía algo, pero Robert por respeto a su amigo había guardado silencio.

Phillip lo hacía todo muy deprisa para volver a la cama a taparse con las mantas. Se había tomado unas vacaciones en el trabajo y, una vez finalizadas, no sabía muy bien qué demonios iba a hacer. Trataba por todos los medios que Claire estuviese en casa el máximo de tiempo posible, aunque en esta ocasión se encontraba solo.
Se había olvidado algunas cosas importantes de la compra y había salido un momento a por ellas.
Anochecía, cuando a Phillip, tembloroso, le entró el miedo por enésima vez.
Esta vez era más intenso que nunca y, para horror de Phillip, del techo comenzaban a emerger unos mechones pelirrojos.
— Ahora lo estás haciendo bien. — Dijo la grave voz del hombre del sombrero.
— ¡Tengo que salir de aquí! — Gritaba Phillip, inmovilizado en su cama.
— Tú no vas a ninguna parte. — Respondió la sombra. Del techo ya colgaba toda una melena y comenzaban a aparecer unos senos blancos como la nieve. Prosiguió: — Seguramente no entiendas qué está ocurriendo, pero supongo que ya puedo contarte algunos detalles. — De nuevo la entrecortada y rasgada carcajada salió a escena.
— Verás, la soledad de nuestra existencia más allá de la muerte causa que en ocasiones queramos relacionarnos de nuevo... — Del techo ya colgaba prácticamente completa la moribunda silueta de la pelirroja mujer, incluidas sus horribles órbitas huecas desde cuyo interior brillaba una luz imposible.
— ¡Pero que está pasando, sácame de aquí! — Phillip chillaba histérico. — ¡Claire, ayúdame! — Aullaba.
—... Como iba diciendo, queremos relacionarnos. Y para que dos seres como nosotros puedan lograrlo, tiene que existir una permanente y desorbitada dosis de miedo en el ambiente. Ahí entras tú, querido. — Tras esas palabras el hombre del sombrero volvió a encorbarse como en la carretera, y con un par de zancadas alcanzó la cama donde estaba Phillip para meterse en ella.
Al mismo tiempo, la mujer recién emergida del techo se dejaba caer también sobre el lecho.
Phillip no paraba de gritar, esta vez con el nauseabundo olor de la sombra a su espalda y el desfigurado rostro de la mujer frente a él.
Al borde de un ataque cardíaco, escucho las últimas palabras de la sombra que se movía tras él: — Su éxtasis, por cierto, será tu muerte.
Tras eso, Phillip se desmayó.


Extasiada


El psiquiatra le había recetado unas pastillas que no servían para nada.
Cuando Claire llegó de hacer la compra el fatídico día de su último desmayo, se había encontrado el dormitorio hecho un desastre con Phillip tirado por el suelo.
Éste se lo contó todo en cuanto recuperó el conocimiento. Claire no dudó en llevarle a que recibiese ayuda médica. Por mucho que creyese en las energías, aquella historia era demasiado... Increíble.
Phillip volvió al trabajo, y a cada día que pasaba más sombrío y distante estaba.
En cuanto se distraía y le entraba el miedo, la silueta de la mujer comenzaba a aparecer allá donde estuviese mientras las malditas carcajadas del hombre del sombrero ponían la banda sonora al macabro momento.

De modo que no tardó en hacerse con una arma.
La llevaba siempre consigo, pues nunca sabía cuando podía repetirse algo como lo que ocurrió en su dormitorio.
— ¡Tienes unas ojeras terribles macho, menudo aspecto! — Dejó caer un día cualquiera Robert. — Vamos a tomar un trago, te vendrá bien.
Phillip aceptó la oferta y ambos se dirigieron al viejo bar donde solían ir.
Unas cuantas cervezas después, Robert se levantó para ir al baño y Phillip se quedó en la mesa, percatándose de que el bar estaba desierto salvo ellos dos.
— ¡Rob...! — Era demasiado tarde, ya había desaparecido rumbo al servicio.
Miró la hora y algo pareció moverse reflejándose en el cristal de su reloj. Era una sombra.
Presa súbitamente del pánico, alzó en contra de su voluntad la vista para ver horrorizado como la mujer pelirroja avanzaba gateando hacia él por encima de la barra del bar.

Una palmada en su hombro casi lo mata del sobresalto, y al girarse vio como Robert bebía tranquilamente de su cerveza.
— ¿Es que acaso no la ves? — Le dijo, alarmado.
En ese momento su amigo comenzó a reírse tímidamente, primero con voz normal, luego más grave, luego más...
Para cuando llegaron las carcajadas, ya tan familiares para Phillip, éste empuñaba firme su revolver.
Miró una vez más hacia la mujer, que ya estaba muy próxima a él, y perdió su mirada en ese par de agujeros oscuros donde brillaba esa luz imposible y terrorífica.
Tras eso, se apuntó a la garganta y apretó el gatillo.
Mientras se desangraba tirado en el suelo, vio como el que una vez fue su amigo acariciaba la melena pelirroja, mientras la mujer se deshacía de placer.

jueves, 5 de septiembre de 2013

El invierno y la soledad




Las llamas jamás se apagarán.
Con esas palabras avanzaba resuelto el joven poeta por el rocoso sendero al que la vida le había llevado. Se trataba de un mundo marcado por un profundo sentimiento de soledad, del que costaba horrores desprenderse y con el cual uno difícilmente podía respirar en paz.
Recordaba muy bien lo que era sentirse realmente vivo, en plenitud. Largo tiempo pensó en que ella era el único billete de ida a la felicidad que existía. Ella iba y volvía, y él rellenaba los huecos con lo único que sabía que le completaba por dentro, su escritura. Aguardaba la repentina llegada del flechazo acurrucado en un lecho de palabras. Frías por separado, pero cálidas en conjunto.
Hasta que el invierno llegó.
Antes un inesperado otoño había esparcido las visitas de sus musas con tanto espacio entre ellas que la espera se había llegado a tornar tediosa e insoportable. No podía ser que para sentirse bien dependiese de la presencia de una de ellas, reflexionaba a menudo.
Pero el invierno era mucho peor. No había llegadas ni partidas. Tan solo quedaban él y sus escritos, cada vez más profundos, más tortuosos y menos inspirados.

Mediante metáforas recordaba su ardiente pasión por la vida de épocas pasadas semejante a una gran hoguera que nunca menguaba. Ahora el frío y el clima hostil la habían hecho desaparecer de su entorno real, pero no de su imaginación. Mientras siguiese ahí sus escritos podían refrescar su recuerdo, plasmar sus características y evocar su calor. De ese modo el poeta sobrevivía a los días y las noches, en el filo de perder por completo la esperanza en la llegada de mejores días o mantenerla un poco más aún.
Reflexionaba acerca de su modo de proceder cuando la dicha le sonreía, cómo seguro de las constantes apariciones de la energía de la gran hoguera de la pasión él se entregaba a lanzarle un cúmulo de experiencias sin fin, sin verse en perspectiva, sin atisbo de duda.
Ahora no había ni hoguera ni excelsas experiencias, mientras el miedo y la inseguridad parecían erguirse firmes y robustos en el bosque de sus sentimientos.
Se sentía cansado y abatido, y cada vez más lejos tenía que acudir para rescatar recuerdos que le permitiesen seguir escribiendo acerca del fuego del que antes se alimentaba su existencia.

Cuando se sintió acorralado por las sombras, ya a un solo paso de la caída final, algo se removió en su interior. Las llamas jamás se apagarán, escuchó sin que aconteciese sonido alguno. Más bien lo supo a ciencia cierta de repente. Esa tarde que ya vencía, agarró papel y pluma para escribir, muerto de frío, aquello que debería acompañarle mientras el invierno y la soledad mantuviesen firme su pulso a la frágil esperanza que aún latía dentro del joven.



Agazapado y presa del pánico,
dibujo en mi lienzo
las palabras que jamás arderán,
de la hoguera de mi esperanza,
las llamas jamás se apagarán.

Solo y perdido, camino en círculos,
aguardándome a mi mismo, suspirando por mi aura,
trabajando para poder cortar la leña del bosque de mi consciencia,
que me sirva para invocarte y quererte como años atrás,
y al encenderse me traiga el calor con el que solo se vivir.

Mientras dure el invierno
y prevalezca la soledad
de mi convicción que nada me saque,
que lejos queden las sombras de la oscuridad,
pues las llamas jamás se apagarán.



Aquello era como un tímido latido para el joven poeta. Acorralado por la vida contra los fríos muros del arrepentimiento, desolado por habérsele arrebatado la oportunidad de seguir peleando en el eterno ciclo de la inspiración, pronunciaba las mismas palabras una y otra vez. Como un loco que ha perdido el norte. Como un desesperado que se agarra a su última opción. Como alguien cuya fe navega en un furioso océano de amenazantes olas de corrección.
Las llamas jamás se apagarán.

Por mucho que durase el invierno, por mucho que su pareja de baile causase estragos en su interior, se mantendría en pie esperando. Aguardando la llegada de aquello que nunca debió irse para no volver la vista atrás.

Más importante que ella, que cualquier colección de musas.
Su amor por la vida.

Heridas de guerra


El mundo es un lugar donde lo aleatorio parece querer ocupar un puesto de honor donde ni siquiera se atisba el menor reflejo de su sombra.

Se suceden en el individuo los acercamientos a otros seres vivos mientras coquetea con el dolor y la esperanza danzando en la oscuridad que ilumina el invisible terreno de aquellos que ya no están.

Sin embargo, al menos a mi, me sacuden embestidas de misteriosas sensaciones.
A las cuales, oficialmente, no debo darles importancia.
Revelaciones previas al inicio de los acontecimientos. Dibujos acabados, enmarcados y desgastados que sobrevuelan mi interior mucho antes de que me decida, o se decidan, a coger lápiz alguno.
Preciosas historias de verdadero amor. Amistades cuya semilla promete generar raíces tan profundas como la misma alma del ser humano. Lazos familiares enterrados cuyo corazón soy incapaz de dejar de sentir latir.
También caminos engañosos hacia personas podridas que se presentan cual plátano canario. Agradables posibilidades que se presentan sin percatarse del inmenso y negro nubarrón que llevan por sombrero a ojos de buen observador.

Un caótico, en un primer vistazo, espectáculo en el que lanzarse a la aleatoriedad se asemeja sobremanera a la victoria más probable. No obstante, las estrellas siempre han iluminado los cielos y los charcos de barro siempre han manchado a quien los haya recorrido. Aprender a observar, decidir, acercarse o dejar ir es un proceso sencillo pero que contiene una estructura piramidal en su interior. Ignoro que capacidades debe ofrecer la cima. Ahora mismo solo se que, tras esquivar y sufrir las trampas de sus primeros niveles, no es correcto abrazar ninguna teoría conservadora.

Que quizá el instinto sea un arma capaz de volatilizar dicha pirámide, así como a todos sus principios.

El País de Nunca Jamás alberga una pequeña muestra de la humanidad, dejando claro que no hay dos seres iguales. Que una pequeña diferencia puede catapultar a extremos opuestos a cualquier grupo de personas en cualquier tipo de circunstancia. Y que, en la nada absoluta, un susurro instintivo, un instante de clarividencia, puede generar caminos plagados de profundos nexos entre cualquier ser vivo.

Tras una vida sintiendo la música que mi nimia nota pretende evocar, me es inevitable percibir el picor de tantas y tantas heridas. Parece que alzar la voz en esta dirección es como levantar un inmenso imán en una playa sembrada por clavos de oxidado metal. Playa a la cual lanzar palabras es como forjar una hoguera de libros. Playa para la cual los sentimientos son armas blancas que, de entrelazarse, pueden originar armas de destrucción masiva. Playa que, cada vez más, me recuerda al mundo que choca contra mi rostro cada mañana cuando el sol me golpea invitándome a ir a trabajar.

Si el podio es para lo aleatorio, entonces este texto son flores en la tumba de seres perdidos o que ya nunca estarán ahí.

Si la sombra de lo aleatorio no tiene en realidad cabida en la totalidad del curso de una vida, las personas que debieron leer, leen o leerán este texto, algún día sentirán porqué las llevo tan dentro de mi.

La batalla es constante. La confusión máxima.

Pero las embestidas de misteriosas sensaciones son tan reales... Que mi estancia en el manicomio se marchita hasta el punto de dejar un solo pétalo impoluto. El mismo que me condujo a la quema total de mi vida.

El deseo de poder estar cerca de aquellos a los que más quiero, a los que puedo volver a querer y a los que querré.

Buenas noches País de Nunca Jamás.

No hay gris en las alas



Suele ser corriente ver a las personas usar tonos grisáceos en los lienzos de sus vidas.
Justifican que en la vida no todo es blanco o negro. De un modo genérico ajustan sus listones para no estar nunca del todo mal, pagando el precio de no poder estar nunca del todo bien.
Obviamente desean esa supuesta completa felicidad, lanzándose como lobos cuando la vida les pone peldaños delante. En completo silencio, temerosos de que alzar la voz con respecto a sus verdaderos deseos los vuelva a alejar de ellos, van jugando al escondite con la vista puesta en la suerte.
Suerte sin esfuerzo, una extraña pareja de baile.
Porqué cuando de verdad tienen los peldaños frente a ellos, se amparan en la fácilmente accesible base de excusas que el caos de una vida exenta de empatía proporciona. Ciegos voluntariamente al hecho de que todo es en verdad simplificable a un mismo y sencillo asunto, se escabullen de la responsabilidad impregnada en todos y cada uno de los actos en vida, tratando de pasarle el marrón al impredecible mañana.

La vida no es ninguna tienda de grises. La vida es un pintor totalitario. Los grises son suyos, del mismo modo que la totalidad de lienzos en activo. De modo que si ante tan poderoso compañero de fatigas, pretendemos plasmar nuestra propia realidad y forjarla pincelada a pincelada, no queda otra que hacer uso de las tonalidades más puras e intensas que podamos imaginar.
Y seguir usándolas. Una, y otra, y otra vez.
Pues la vida lanzará auténticos charcos de grises sobre nuestro cuadro, dejando constantemente el aspecto final moderadamente parecido a nuestros deseos si de veras hemos perseguido con entereza y sinceridad nuestro objetivo.

Todo simplificable a un mismo asunto.
El ámbito laboral con idéntica raíz que el mundo del deporte. El universo del arte compartiendo núcleo con la filosofía. La metáfora de los lienzos contemplando en un espejo el reflejo de una batalla invisible entre la luz y la oscuridad.

Negros muñones curvando la espalda de personas presumiendo de su búsqueda del bien.
Impolutas alas blancas extendiéndose sobre aparentemente sucios seres.
Un sinfín de ejemplos de los cuales solo hay que extraer la paja para atisbar donde mora la más sencilla de las verdades.
Una buena persona se entrena en alma, cuerpo y mente para comprender, tirar armas y exprimir los mundos a los que tiene acceso para que los que le rodean reciban el lote.
Una mala persona se entrena en cuerpo y mente para contemplar su vida consciente como un todo perfectamente limitado en el que lo único que importa es el bienestar personal. Mientras eso no se logre, mediante manipulación, fuerza bruta, chantaje, traición y crueldad, se mira de reojo la cuenta atrás que limita el tiempo para lograrlo.

Metafóricamente hablando, se sitúan al final del tablero para conquistar las casillas anteriores. Casillas que requieren humildad, sinceridad, empatía, compasión o honestidad para al ser cruzadas proporcionar sabiduría, son aplastadas por la ficha que falsifica todo ello, y que lo único que aporta en última instancia es una potente mezcla de oscuridad e ilusión de poder.

Normalmente un importante número de seres humanos avanzan con tal resolución a la caza de sus objetivos, deseos e incluso sueños, que no se paran a conocerse a sí mismos antes de siquiera tirar el primer dado.
Ese primer error los aboca a sentir inseguridad en lugar de humildad al empezar a moverse. También a sentir ansias de ocultar en sustitución de la sinceridad, a priorizar su propio ser por encima del entrenamiento por comprender el interior de sus semejantes, a tender hacia el castigo mediante legítimas fuerza y poder en lugar de inaugurar el aprendizaje que mediante dicha comprensión permite repudiar nuestros actos antes de ejecutarlos.
Ese primer error dibuja en el lienzo la inmensa carcajada del que para sentirse elevado requiere de aplastar a los demás, borrando de su interior por siempre jamás la más pura tonalidad de la honestidad.

Bien es cierto que todo ser puede reiniciarse y recorrer cuanto menos la primera casilla del tablero con los valores adecuados.
Pero igual de cierto se antoja el hecho de que el situarse en última casilla para conquistar desde ahí sin sabiduría ni aprendizaje, desata un huracán en el océano interior que cada ser humano posee. El fenómeno suele mostrar constantemente idéntica violencia. La trampa de las fuerzas de la oscuridad es traspasar al navegante sumido en la gran tormenta la sensación de control sobre el huracán. Combinando ambas energías, el ser humano es arrastrado de por vida, hipnotizado por el espectáculo de poder, totalmente alejado de la realidad.
Una realidad que muestra segundo a segundo como un ser inmóvil en la casilla de salida, con los ojos cerrados y sonrisa pérfida en el rostro, se va oscureciendo al mismo tiempo que unos muñones negros van tomando forma de pequeñas alas de idéntico color.

En el mismo plano de realidad, un ser humano ávido de sabiduría y capaz de mirar sin miedo a los ojos de la existencia, caerá en la cuenta de que unas totalmente desarrolladas alas blancas se dibujan en su lienzo personal.
Cualquier espejo, sin embargo, le mostrará lo contrario.
La fe en sus propias creencias y pequeñas muecas en personas semejantes a él, formarán el único núcleo que pueda probar el hecho de tal visión.
Sin necesidad de armas o diferentes planos de conciencia que oculten oscuros secretos, esa persona dispondrá de un afable y directo trayecto de por vida.

El juego, pues, cuenta con una base limpia, siendo el escenario una eterna lluvia de infinitos tonos grises. Pero no se trata únicamente de un asunto relativo a la resolución o a la resistencia. Luz y oscuridad quedarán condenados a compartir camino, como si a su vez las personas que mueven sus fichas fuesen en sí mismas fichas de un juego aún mayor.

La evolución personal es constante.
Los negros muñones del supuesto amo del huracán se tornarán alas negras una vez el individuo posea la más profunda certeza personal de que prefiere atacar a sus miedos e inseguridades dándoles la forma de seres diferentes a él, a enfrentarse a pecho descubierto a la caótica lluvia de grises que eclipsa y amenaza con mutar sus más secretos deseos.
Las invisibles alas blancas del ser humano que avanza firme y sincero permanecerán tan desarrolladas como sea su propia resolución. Incluso serán reveladas cuanto mayor sea su proximidad a la oscuridad.

Millones de lienzos repartidos en ese salvaje campo de la existencia. Blancos y negros, siendo pintados con sus respectivamente inversos colores. Y la eterna lluvia de grises que tienta a ambos a pasarse al otro extremo.

La oscuridad tiende a utilizar las más claras tonalidades para provocar procesos que contagien de negrura al máximo perímetro que pueda alcanzar.
La luz posee la capacidad de recibir oscuras tonalidades para emanar cantidades exponencialmente mayores de blanca iluminación.
Ambos están mutuamente sujetos en la eterna danza de este plano de realidad.

Solo existe un método para cambiar la dinámica de toda una vida.
Hay que arrancarse las alas, pues mientras nos quede aliento volverán a crecer de cero.
Y eso, como siempre ha ocurrido, contiene una longeva invitación al purgatorio.
Hay que ser muy valiente para ascender a la luz desde la oscuridad.
Hay que ser muy fuerte para iniciar la caída libre hacia la oscuridad partiendo de la fuente de la luz.

El resto de elecciones son tan grises como moderada es la dificultad que ofrecen.
La batalla real por el desarrollo de lo único que nos quedará al hallar la muerte es encarnizada y extremadamente intensa en muchos de sus puntos.
Solo existen dos bandos. Solo dos colores.

Y eso es algo que se puede atisbar saliendo a la calle cada día, en cualquier pintor.
Pues nunca ha habido ni habrá gris en las alas.