viernes, 30 de agosto de 2013

La antorcha del mar



Sus ojos ya se habían acostumbrado a la creciente oscuridad.
Si bien conservaba aún el recuerdo de cómo regresar a la entrada de la laberíntica cueva, sabía que si regresaba con las manos vacías ya sería de modo definitivo.
Nunca había logrado dar con el origen del desorden. Toda esa ira contenida, que rugía en forma de llamaradas de odio contra todo lo establecido, enjaulada en una celda de insaciable melancolía. De nuevo los latidos de su corazón se teñían de ese tono anaranjado, ahora ya muy oscuro y desgastado. Podía seguir recorriendo esos oscuros senderos que nunca condujeron a ningún lugar en especial, aunque su mente y su cuerpo estaban ya en una fase crítica. A cada paso que daba en dirección a la oscuridad, sentía como las llamaradas crecían. Pero no a su alrededor, sino en algún punto de su interior.
En la profundidad de la tierra, resolviendo el enigma de túneles, se hallaba el tesoro, la llave que le permitiría desencadenarse y emerger libre al exterior. Sin embargo, hastiados de vana espera, sus seres queridos comenzaban a desfilar rumbo a otros destinos del mundo exterior.
Lo último que recordaba de ese mundo era un acantilado lamido por las olas del mar. Ese recuerdo era ya un símbolo prácticamente, que podía ubicarse al lado de lo que simbolizaba su actual situación. De modo que, visto en perspectiva, pretendía atravesar las llamaradas necesarias para dar con un secreto que absolutamente nadie intuía para solo entonces salir al exterior y lanzarlo al oleaje.
Dos mundos con elementos opuestos.
En uno debía ponerse la soledad en primer plano para poder avanzar en peligrosas y prácticamente inútiles direcciones, mientras que en otro el horizonte se presentaba nítido en todas sus formas. Ahí estaban sus montañas y sus tormentas, sus caminos y compañeros de viaje.
Dos personalidades con objetivos opuestos.
Cavar lo necesario para abrirse camino en las profundidades de lo negativo hasta dar con la luz que lo iluminase todo o caminar evolucionando y madurando con el corazón abierto a nuevas experiencias.
– Yo ahí veo un empate ahora mismo. – Dijo Conciencia en ese instante del día a medio camino entre ambos mundos, cuando se gestaba el intercambio de roles entre personalidades, ahí donde una tomaba el mando y la otra pasaba a contemplar sin poder siquiera opinar. Hacía mucho tiempo que no la veía de un modo tan claro. Estaba apoyada junto a una pared, con las manos en los bolsillos. Su sonrisa se veía contradicha por una mirada dura y sumamente concentrada, como queriendo exprimir al máximo cada instante de esa aparición. Prosiguió mientras sus manos pasaron a señalar a los costados: – No se puede tener todo. Debes tomar una decisión y encaminar tu existencia hacia uno de los mundos que alcanzas a sentir. Solo así dejarán de sufrir, solo así cesará la tortura que te mantiene en la espiral, dando tumbos que dibujan el mismo círculo una y otra vez.
Esas palabras le recordaron que no todo cuanto se le había dicho desde el exterior eran palabras vacías que nada podían avanzar en su cueva secreta. No era la primera vez que escuchaba algo acerca de un bucle infinito, ni tampoco que debía tomar una decisión y tomar rumbo fijo en una dirección. De otro modo el bucle acabaría por derribar su mente por tercera vez, quizá de modo definitivo, tomando la decisión por él.
Quiso dirigirse a Conciencia, pero su vista comenzaba a estar fija en las agujas imaginarias de un reloj que indicaba cuando cavar y cuando dejar de hacerlo, cuando recordar como regresar al exterior y cuando gritar en busca de auxilio. Sabía que en cierto segundo de la permanente cuenta atrás la realidad que lo rodeaba quedaría teñida por la oscuridad de la cueva de su interior, y cavar significaría dinamitar, regresar sería caer derrotado y los gritos de auxilio pasarían a ser de furia.
De repente Conciencia interrumpió el hilo de sus pensamientos depositando algo sobre una mesa. Cuando miró de qué se trataba, algo brincó en su interior. Era algo que no esperaba de parte de ella, una extraña invitación que, pese a no ser en absoluto necesaria, no dejaba de inquietarle.
– De parte de un amigo común. – Se limitó a decir, para luego desaparecer. Su camisa negra fue esparciéndose en una inicialmente espesa niebla para finalmente alcanzar al resto de su figura haciéndola invisible, como si nunca hubiese estado ahí, o como si siempre permaneciese de algún modo presente aunque oculta.
Las agujas imaginarias seguían con su rutina mientras tenía claro que, cuando descendiese a la cueva, lo haría con ese objeto de remitente desconocido. Se trataba de una antorcha.

Descendió.
Se encontraba de nuevo a oscuras, y su mirada ya hacía horas que se había acostumbrado. En las paredes que le rodeaban veía símbolos de su infancia, que dibujaban los oníricos momentos que tanto apreciaba. En su memoria un hermano ya imaginario sonreía de un modo que le seguía partiendo el corazón ante unos regalos que ya nunca llegaría a hacerle. No eran imaginaciones, eran recuerdos alterados que, prendidos, podían alcanzar una potencia indescriptible. Ahí estaban sus padres en el momento en el cual tenían poder para desviar el cauce de ríos embravecidos. También había amigas y amigos, amantes y seres queridos, familiares y mascotas, todos mezclados pero con identidad propia, unas veces creada a partir de recuerdos y otras a través de elaboradas paranoias.
Podía pasar su vida entera analizando esos símbolos que noche a noche se entremezclaban multiplicando su complejo conjunto, sin embargo los miraba por encima con una sonrisa en la boca, como si en su mirada hubiese un atisbo de omnipotencia, un rastro de banalidad ante lo universal.
Miró el obsequio de Conciencia y emitió una corta carcajada.
Y recordó lo que solía hacer en ese punto del descenso.
Tan solo había que perder el control en la búsqueda. La opresión resultaba tan intensa cuando el descenso estaba tan avanzado, que tanto los expertos como los ignorantes desconocían qué tonos se utilizaban en ese punto para dibujar el interior de uno mismo.
Eso es lo que quería creer.
Quizá un artista pasase deliciosamente sobre ese estado para plasmarlo en parte de su obra, pero otra cosa era caminar en ese laberinto, vivir esa sensación o, más bien, morir junto a ella. Los jeroglíficos de su mundo onírico resultaban complejos y sabrosos, representaban una desquiciada tentación. La luna le brindaba noches en vela o ráfagas de sueños en forma de fuga que pasaban a estar tatuados inmediatamente en su cueva, mientras que el sol le arrebataba todo cuanto ahí permanecía eterno para revelarle una realidad con la que él no estaba de acuerdo.
Desde que las imaginarias agujas daban inicio a la bendita pesadilla, todo cuanto en ella acontecía era ya una mentira antes de comenzar. Eso le decía su familia antes de que la destrozase con su cruel manipulación. Eso ignoraban sus amistades antes de que saliesen a relucir las llamaradas de su interior. Eso sobrevolaba a duras penas su pareja mientras, a lo hondo, una voz clamaba venganza y comprensión.
Todo representaba una gran contradicción fabricada a base de descontroladas direcciones de pensamiento.

Hasta que decidió prender fuego a la cosa más inútil y imaginaria de todas.
La antorcha desprendió el mismo tono anaranjado y violeta que el cielo de sus peores pesadillas, e iluminó unas paredes donde había restos de uñas y desgastados dibujos re dibujados una y otra vez.
Sintió como la cueva era en realidad un círculo en el cual había permanecido toda su vida. Un bucle infinito, difícil de entender al estar aplicado a su alma. Como si de una función se tratase, ahí estaban sus variables. Todas se habían visto mermadas con el transcurso de los años. El alcohol y los amigos, los familiares y las novias. Los estudios y los trabajos, su futuro y su pasado.
Se resistió durante un buen rato incrédulo. Pero no pudo desatar su ira. Mordiendo dientes entendió que su depresión, su alcoholemia y su trampa eran en realidad lo mismo. Que incluso su enfermedad mental estaba incluida en el mismo trapo. La cueva era un bucle infinito, en el que poner un pie era el principio de una aceleración sin fin. De una destrucción personal sin motivo, de un sufrimiento ajeno injustificable, de una búsqueda inútil.
Y de una esperanza, una chispa de luz imposible que representaba su eterna persecución.
Emergió de la cueva guiado por la antorcha, y con un único motivo.
Se plantó ante el acantilado que se sabía de memoria desde pequeño y palpó a su amigo. El mar lo saludaba aunque él estuviese lejos, ante un teclado.
Esa Conciencia ajena con la que tanto había hablado le había regalado una simple antorcha que aún ardía.
Sonrió y agradeció a todos cuantos se le habían aparecido en el último mes, complicando y simplificando, ayudando y golpeando.
Todos amigos, todos compañeros.
Estaba convencido de que todos ellos querían que la cueva se sellase, que la misteriosa o inútil, seductora o destructiva, fantástica o real búsqueda tuviese fin.

Y les preguntó...

¿Lanzo la antorcha o la uso para llegar hasta el final de la cueva?

(Mientras la arrojaba con todas sus fuerzas)

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